jueves, 5 de diciembre de 2013

El Zen como forma extrema de lo Irracional Numinoso - III (Final)

Por Rudolf Otto

Podemos encontrar correspondencias en nuestros propios místicos, por ejemplo, en el Cristianismo verdadero de Johann Amdt:

«El Espíritu Santo, maestro celestial, nos instruye sin esfuerzo ni trabajo, y nos trae a la mente todo en un momento, iluminando nuestro entendimiento con toda celeridad y sin esfuerzo» (V, 1,3, 2).

Se trata de un «acontecer» y, en concreto, de un acontecer «momentáneo»: «Entonces acontece a menudo, como si dijéramos en un momento, el tesoro oculto en nuestra alma» (véase W Koepp, Johann Amdt. Eine Untersuchung über die Mystik im Luthertum, 1912, p. 232. Koepp denomina a este elemento momentáneo, con acierto, «chispazo», «lo súbito», repitiendo con ello el término empleado por el zen).

Correcto.
¿Cuál es el ojo de la ley verdadero?
En todas partes.
¿Cuál es el camino?
Hacia delante.
¿Por qué no puede hacerse uno monje sin permiso de los padres?
¡Superficial!
No lo entiendo.
Profundo.
¿Cómo se posee un ojo (vidente) en una pregunta?
Ciego.

O también un sermón como el que sigue: Ummon está sentado en su cátedra. Un monje se acerca y le pide respuesta para sus preguntas. Ummon grita: ¡Oh monjes! Entonces, todos los monjes se vuelven a él. Y el maestro se levanta y abandona en silencio la sala.

5. En todo esto intenta expresarse, mediante declaraciones, actos y gestos enteramente paradójicos, algo que es en sí mismo completamente irracional y pura paradoja. Su índole paradójica —y a la vez, su carácter plenamente interno, pues se opone a toda aparición externa y a todo afán de exhibición— se pone de manifiesto en un rasgo especialmente llamativo: su experiencia debe ser y permanecer plenamente interior, retrocediendo desde la esfera de la conciencia, el discurso y la expresión hasta el ámbito de la más profunda interioridad. Uno debe portarla en sí mismo como porta su propia salud, de la que sólo llega a tener noticia cuando la pierde, o como porta su propia vida, que es aquello de lo que tanto menos se sabe y tanto menos se habla cuanto más pujante y viva está. De ahí precisamente surgen esas afirmaciones de los maestros, aparentemente chocantes, como cuando dicen que no quieren saber ni oír nada de Buddha o del propio zen. Cuando se llega a tener conciencia de todas estas cosas, es porque ya no se poseen de forma originaria y auténtica. Y cuando uno comienza a razonar acerca de ellas, ya han desaparecido: «Cuando empieza a hablar el alma, iay!, es porque ya no habla el alma!». De la misma manera que la nobleza que toma conciencia de sí misma deja de ser nobleza, el zen que habla acerca del zen deja de ser zen. Así, Goso le dice a su discípulo Yengo:

«Contigo todo va bien. Sólo tienes un pequeño defecto». Yengo pregunta repetidamente: «¿Cuál?». Finalmente, el maestro le dice: «Tienes demasiado zen encima».

Otro monje le pregunta: «¿Por qué odias que se hable de zen?». «Me estomaga», responde el maestro. Lo que le causa repulsión es que se quiera hablar de algo que no debe ser discutido, sino vivido en una profundidad libre de palabras. Y de este sentimiento surgen luego acciones aparentemente impías. Por ejemplo, la del maestro que, un día frío, se calienta quemando imágenes de Buddha. O las alusiones despectivas a los conceptos de la propia religión, fruto de una objetivación. Así, por ejemplo, cuando Rinzai dice: «Oh vosotros, perseguidores de la verdad. Cuando acertáis en Buddha, lo matáis. Cuando acertáis en el patriarca, lo matáis». O cuando Ummon, un día, traza con su bastón una línea en la arena y dice: «Ahí están todos los budas, innumerables como la arena, hablando de tonterías».

O, en otra ocasión: «Ahí fuera en el patio están el dios celestial y Buddha, hablando de budismo. ¡Vaya ruido arman!».

Con todo, el discurso puede también, llegado el caso, cambiar de registro y adoptar un tono completamente distinto. Puede, por ejemplo, apuntar de forma queda, insinuante, al lenguaje de las cosas que nos rodean, con la esperanza de que éste se torne perceptible para el discípulo. Así, por ejemplo, Ummon, yendo un día hacia la sala de enseñanza, escucha de repente el sonido profundo de la campana del templo y dice: «En este ancho, ancho mundo, ¿por qué nos seguimos preocupando por las vestiduras monacales, si la campana suena de esta manera?».

De tales indicaciones se ha apropiado, muy especialmente, la pintura budista. Así, por ejemplo, las palabras de Ummon que acabamos de citar han sido trasladadas a la pintura en el cuadro titulado La campana del templo al atardecer. Allí está el ancho, ancho mundo. Y puede verse, medio difuminado, el monasterio. Los trazos de escritura que acompañan al cuadro se refieren al sonido de la campana. Uno tiene la impresión de oírla. Pero nada de esto es «sentimiento de la naturaleza».

Es zen. Y zen también es el elemento paradójico contenido en algunos cuadros que, hoy día, podrían ser interpretados como forma precoz, oriental, de «expresionismo»: por ejemplo, esos raros paisajes, profundamente impresionantes, en los que unas pocas manchas, a primera vista casi indescifrables, quintaesencian un mundo completo en miniatura, con un laconismo típicamente zen, haciendo de él un ideograma de lo inefable-incomunicable. Aquí, efectivamente, se hace visible el nirvána en el samsára, y el corazón único de Buddha, como dimensión profunda de las cosas, late con un pálpito tan claramente perceptible que corta el aliento.

Pero todo esto es ya «decir» demasiado.

El satori del que habla el zen, y especialmente la vivencia de Bukko, quizá se pueda comparar con lo que cuenta acerca de sí mismo Alfred Tennyson en sus Memorias:

Había pasado la tarde en una gran ciudad, con dos amigos. Habíamos estado leyendo y discutiendo de poesía y filosofía. Nos separamos hacia medianoche.

Me quedaba un largo viaje hasta llegar a casa. Mi alma, que estaba todavía profundamente bajo el influjo de las ideas, imágenes y sentimientos suscitados por la lectura y la conversación, se hallaba tranquila y sosegada.

Me encontraba en un estado de gozo reposado, casi pasivo. Propiamente hablando, no pensaba, sino que dejaba que los pensamientos, las imágenes y los sentimientos se deslizasen, por así decir, por mi mente. De repente, de una forma completamente inesperada, me vi envuelto en una nube de tonos flamígeros. Por un momento, pensé que se trataba de un fuego, de un incendio que sucedía en algún lugar cercano. Pero al momento advertí que el fuego estaba dentro de mí mismo. Entonces me sobrevino un sentimiento de júbilo, de alegría sin límites, acompañado o seguido inmediatamente por una clarividencia indescriptible. Así, entre otras cosas, vi —no se trataba de una mera creencia, sino que efectivamente veía— que el Todo no está formado de materia inerte sino que, al contrario, es una presencia viva; que el orden del mundo es tal que, sin excepción ni azar alguno, todas las cosas actúan unas sobre otras de la mejor manera posible.

Esta visión duró pocos segundos. Luego pasó, Pero su recuerdo, y el sentimiento de realidad de lo que mostró, ha seguido vivo durante los veinticinco años transcurridos desde entonces.

La diferencia entre esto y la pura vivencia del zen es, en todo caso, que el contenido de la experiencia de Tennyson se aproxima mucho más que la del zen a lo conceptual y a lo nombrable. Pues la actitud del hombre occidental, mucho más conceptual, viene quizá a falsificar la propia experiencia en la interpretación posterior que de ella se ensaya.

martes, 3 de diciembre de 2013

El Zen como forma extrema de lo Irracional Numinoso - II


Por Rudolf Otto.

El samsára mismo es ahora nirvána. Se detiene así la búsqueda apremiante de una meta de salvación, pensada fuera del ser, pues lo que se buscaba ha sido hallado en el ámbito del ser, es uno con él. Este mundo a la deriva, que de otra manera no es sino un montón de mal y sufrimiento, es ahora en cambio el mundo beatífico de Buddha, brilla en toda su belleza y profundidad transparente, mística, tal como lo reproduce el pincel inspirado de estos artistas, con inaudita capacidad de sugestión. Esto conduce a la indiferencia frente a toda sabiduría libresca y erudición académica, pero es a la vez un cierto tipo de sabiduría extraña, profunda, íntima, expresada lacónicamente, en rápidas sentencias y versos escuetos, mediante la mera insinuación. Se trata de una sabiduría que no es, ni mucho menos, la de la vida cotidiana, y cuya peculiaridad encuentra su mejor expresión en el contraste con ésta, a saber, en el contraste con la aparente tosquedad o zafiedad externa de aquellos en los que, como en Sócrates, un contenido espiritual profundo, al imponerse sobre una figura o un rostro feo o extravagante, se hace doblemente visible. Figuras de este tipo, objeto de continua reproducción pictórica y escultórica, son en especial Hanshan y Shite. Las representaciones que de ellos hizo Shübun me parecen las más grandes representaciones fisonómicas del arte universal. En ningún lugar se ha logrado como aquí hacer que lo plenamente ridículo y grotesco de la apariencia externa quede aniquilado y olvidado ante la irrupción de la profundidad y, con ello, hacer perceptible la completa indiferencia de todo lo material y externo frente a lo interno. Y esto, además, al modo enteramente «lacónico» del propio zen, con un par de pinceladas y borrones de prodigiosa tinta china. Al modo exacto de la «sombra de bambú, que oscila sin mover un átomo de polvo», es decir, con entera indiferencia frente a todo efecto externo y sin segundas intenciones. Siguiendo un método en boga, se ha pretendido explicar el Maháyána como «irrupción de la mística del vedánta en el budismo». Pero las figuras de Hanshan y Shite, y también las del jocoso barrigón Pu Tai, nos enseñan cuán precavidos debemos ser frente a todas estas pretendidas influencias. Tales figuras resultarían simplemente impensables entre los discípulos de Shankara.

Y la vivencia que nos transmiten, más allá de su carácter inefable, tiene un carácter completamente distinto del Brahmantiirvána del vedánta. La afirmación «nirvána y samsára son lo mismo» sería para Shankara una enorme atrocidad. El zen es algo mucho más ingenuo, mucho más beatífico, mucho más transido de luz, mucho más rico en potencias; lo que quiere hacer con el mundo no es eliminarlo, sino iluminarlo. Se trata también de mística, pero viene a poner de manifiesto que «mística» no significa en modo alguno lo mismo en todas partes; y que la mística no es, ni mucho menos, una categoría esencial, propia y específica, sino una designación puramente formal para aludir a la preponderancia de lo irracional, que puede tener lugar de muy diferente manera y con contenidos muy distintos. Si se quisiera buscar correlatos de figuras como las descritas, los hallaríamos sobre todo entre los discípulos de Francisco de Asís, como san Egidio y san Ginepro.

4. La nueva visión surge en un acto que irrumpe de pronto. Pero el contenido de dicha vivencia es completamente incomunicable. Debe surgir en cada uno con plena originariedad. El «carácter súbito» y la «incomunicabilidad» constituyen, así, los auténticos dogmas de esta extraña escuela. Por ello los pintores representan siempre a Bodhidharma rompiendo y apartando de sí las sútras, los textos sagrados y los escritos escolásticos. Con todo, también aquí hay maestros y discípulos. Y esta relación es especialmente importante: no se trata de instruir al discípulo sobre algo respecto de lo cual no cabe instrucción, sino de, por así decir, conducirlo o, mejor, empujarlo hasta que la intuición irrumpa también en él. La mejor ayuda en este sentido es, obviamente, la contemplación de los efectos de dicha experiencia, que hemos enunciado en el punto 3. La vivencia intensa de su interconexión debe suscitar un barrunto preparatorio en las estructuras a priori de la persona receptiva a ellos, preparándola así para la eclosión. A esto se añade luego toda una serie de drásticos ejercicios de una extraña pedagogía, que a nosotros nos puede parecer un puro disparate, pero que manifiestamente alcanza sus fines en el interesado.

A ello se refiere la historia, aparentemente poco estimulante, del despertar de Hakuin por su maestro Shoju: Hakuin considera que ha hecho ya grandes avances en el conocimiento de Buddha y expone a su maestro su sabiduría. Cuando acaba, éste le responde: «¡Puro absurdo!». Hakuin intenta justificarse. Entonces, su maestro le pega, lo echa de la casa, dejándolo tirado en mitad del fango, y le insulta: «¡Tú, pasto del demonio!». Hakuin viene una segunda vez, firmemente decidido a hacer entrar en razón al maestro. Esta vez, el maestro lo echa por la puerta de la terraza, muro abajo. Y viéndolo allí tirado, medio atontado, el maestro, desde arriba, se ríe de él con sorna. Hakuin decide entonces abandonar a su maestro.

Pero mientras pasa por un pueblo pidiendo limosna, acontece el prodigio: Un pequeño suceso indiferente (como el brillo de la jarra en Böhme *) sirve de ocasión para que, de repente, se abra en él el ojo espiritual de la verdad zen.

Le invade entonces una dicha sin límites y, casi fuera de sí, vuelve a su maestro. Antes de franquear el umbral, el maestro le reconoce, se inclina ante él y le dice:

«¿Qué alegre embajada traes? Rápido, rápido, entra». Hakuin narra lo que le ha sucedido. Entonces, el anciano le acaricia tiernamente: «Ahora lo posees, ahora lo posees».

Como instrumento de ayuda para la eclosión sirven también los coloquios —que son, desde luego, los más extraños que se hayan dado nunca entre almas sedientas de salvación—. Sus lacónicas declaraciones —que en algunos casos son literalmente monosilábicas— a menudo dan la impresión de carecer de todo sentido. Pero, en realidad, portan una alusión oculta, que en cualquier caso sólo puede apreciar aquel que está acostumbrado a esta clase de enigmas y ha sido instruido en ellos. No se trata de «enseñanzas» sino, más bien, de una suerte de cachetes que se le dan al alma para instruirla, para conducirla por medio de ideogramas en una determinada dirección. Son conversaciones como la siguiente, que tiene lugar entre Ummon y su discípulo:

¿Cuál es el sable (espiritual) de Ummon?
¡Zas!
¿Cuál es el camino directo a Ummon?
El más interior.
¿Cuál de las tres Káyas del Buddha anuncia la doctrina?
¡Algo cayó! - No se trata de algo distinto.
Nada terreno existe ya, ni derecha ni izquierda.
Y las corrientes, las montañas, la amplia esfera terrestre
-En todo ello resplandece el cuerpo de Dharma-rája.

Bukko (1226-1286) describe su vivencia de forma semejante. A él, el impulso misterioso hacia el satori le llega de noche, mientras espera sentado sin dormir, cuando suena súbitamente el gong desde el cuarto del abad.

«Salté de mi cama y salí a la noche iluminada por la luna, y eché a correr hacia el cobertizo del jardín. Y aquí, mirando al cielo, grité exultante: ¡Qué grande es el Dharmakáya! ¡Qué grande e infinito para siempre!».



------------------------------------------------------------------------------------

*. Son muy numerosas las vivencias de este tipo, que actúan como desencadenante, haciendo que el hielo se rompa, que la tensión acumulada se descargue, que la disolución cristalice, que caigan los velos que cubren los ojos. En los siguientes versos, Yenju se refiere a su vivencia del satori. Un haz de leña cae al suelo. Y esta circunstancia intrascendente se convierte en ocasión para que, de súbito, se abra en él el ojo interior, para que surja a manera de relámpago la Bodhi incomunicable, para que se ilumine el conocimiento que es capaz de transformarlo todo y nada puede comunicar, suscitándose en él una clarividencia sobre todo y a través de todo.

domingo, 1 de diciembre de 2013

El Zen como forma extrema de lo Irracional Numinoso - I


Por Rudolf Otto.

El momento irracional de lo numinoso, hemos dicho, es un elemento constitutivo de toda religión. Puede aparecer y sentirse de forma más difusa o más clara, puede quedar encubierto bajo el aspecto racional o, por el contrario, liberarse de él e irrumpir con fuerza. Puede acentuarse hasta aparecer como lo incomprensible y lo inaprehensible, y más aún, presentarse como antinomia o paradoja completa, desconcertante. Esto último sucede, por ejemplo, en lo que hemos denominado «serie de pensamientos a la manera de Job» (Lo Santo pp. 111-115). También hemos visto qué fuerza tiene ésta en Lutero. Su expresión más intensa la hallamos en las siguientes palabras, tomadas de su Comentario a la Carta a los Romanos (1515-1516):

Nuestro bien está escondido, y tan profundamente que se halla escondido bajo su contrario. Así, nuestra vida está escondida bajo la muerte, la justicia bajo el pecado, la virtud bajo la falta de firmeza. Y, en general, cualquier afirmación nuestra de un bien está bajo la negación del mismo, para que quepa la fe en Dios, que es esencia negativa y bondad y sabiduría y justicia, y no puede ser poseído ni tocado si no se niegan antes todas nuestras afirmaciones. Así pues, nuestra vida está escondida con Cristo en Dios, esto es, en la negación de todo lo que se puede poseer o comprender (II, p. 219)1.

Allí donde tal elemento irracional se hace preponderante, se toma también plena conciencia del carácter misterioso del objeto trascendente. Y esto tiene como resultado una decantación «mística». Con ello, es propio de la mística insistir en los aspectos irracionales, las antinomias y las paradojas, y también, llegado el caso, solazarse en ellas y practicar con ellas una suerte de juego de la perplejidad. La mística ama los enunciados imposibles, las coincidentiae oppositorum, las afirmaciones que para el hombre común no son sólo desconcertantes sino directamente escandalosas. Y su esencia no se encuentra tanto en el «sistema» que construye cuanto en esta hostilidad hacia lo comprensible, este juego descarado, desafiante y osado. Y emplear tales afirmaciones para formar un sistema significa echar en saco roto el elemento fundamental. Tal cosa resulta especialmente evidente en el caso de Eckhart, quien experimenta un placer secreto por expresiones cada vez más osadas, que en algunos casos sobrecogen y suenan a blasfemia. Lo mismo ocurre en Angelus Silesius, sólo que en su caso todo esto se convierte a menudo en puro juego de ingenio. Y es que, como se ha observado repetidamente, el combate serio con las paradojas de lo irracional, cuando uno se ha acostumbrado a ellas, se convierte en mero estímulo y acicate para pasatiempos de «genialidad» manierista y baratas agudezas de ingenio, que luego quedan depositadas en la literatura y en las artes figurativas como mero ejercicio de prestidigitación con lo estrafalario, lo desconcertante, lo inaudito y, llegado el caso, lo disparatado: comida picante para paladares «expresionistas» y asimilados.

Este último proceso puede observarse también, en alguna medida, en las corrientes zen y za-zen del budismo oriental. Llegado el caso, también el zen desemboca en lo estrafalario, lo disparatado y lo insensato, o bien en la ocurrencia picante, el bonmot, la complacencia en lo curioso o lo inesperado en general. Pero, en su esencia, tiene un origen perfectamente serio en el elemento irracional de lo numinoso. Por lo demás, este elemento está en él acentuado hasta un extremo tal que nosotros, que estamos determinados predominantemente por los aspectos racionales de la religión, en un primer momento no somos siquiera capaces de advertir que aquí se trata de religión, más aún, de una religión inusualmente intensa y profunda. El zen es, de hecho, lo irracional en extremo, casi desvinculado de todos los esquemas racionales. Cuando se advierte esto, el fenómeno en su conjunto, que en un principio resulta completamente enigmático, se torna comprensible y clasificable.

Zen, en sánscrito dhyána, es el nombre que recibe una importante escuela de budismo chino-japonés, cuyo mayor santo es Bodhidharma.

Su forma actual, todavía viva en Japón, le fue conferida hacia el año 800 de nuestra época por el maestro chino Hyakujo. La base doctrinal en que se funda es el Maháyána. Como también su culto, su mitología y su «cosmos divino» (si cabe en general emplear esta expresión, tan equívoca, a propósito del Mabáydna). El elemento solemne de lo numinoso, que gravita en general sobre los cultos budistas y sobre la actitud de su monacato más refinado, impregna también sus maravillosos templos, galerías, imaginería religiosa, actos de culto y comportamientos personales.

A diferencia de la gran escuela principal del budismo japonés, la Shinshü*, que tiene una orientación esencialmente personal y busca la redención en el trato personal con la gracia salvífica del buda personal Amida, los monjes zen son «místicos». Pero se trata de «místicos prácticos», que unen, como Benito de Nursia, el ora y el labora. Al igual que los benedictinos, trabajan los campos y se dedican al trabajo manual, o también, dependiendo de sus talentos, a la actividad creativa, como autores de grandes obras pictóricas y escultóricas. «Quien no trabaja tampoco debe comer», era la máxima de Hyakujo. Sin embargo, nada de todo esto constituye su rasgo esencial. Una vez, en un agradable y tranquilo monasterio de Tokyo le pregunté a un anciano y venerable abad cuál era «la idea fundamental» del zen. Apremiado por una pregunta semejante, tuvo que responder con una «idea». Dijo: «Nosotros creemos que el samsára y el nirvána no son cosas distintas, sino lo mismo. Y que todo el mundo debe descubrir el corazón de Buddha en su propio corazón». Lo cierto es que tampoco esto es el punto principal, pues como tal vale algo que no es ni «dicho», ni «doctrina», ni «tradición». El punto principal del zen no es una idea fundamental, sino una experiencia, que se sustrae no sólo al concepto, sino incluso a la propia idea.

El zen revela su esencia en los siguientes momentos, que sus artistas han sabido poner ante los ojos con incomparable fuerza y sin necesidad de palabras, recurriendo al gesto, al ademán, la compostura, la expresión del rostro y el cuerpo.

1. Hay que contemplar, ante todo, la imagen del propio Bodhidharma. Un hombre grave, enérgico, «que se pasó nueve años sentado en silencio ante una pared», recogiendo o, mejor dicho, condensando toda la fuerza de su tensión interna, como una botella de Leiden muy cargada; sus grandes ojos parecen a punto de saltar fuera del cuerpo, debido a la presión interna, y se clavan en lo ansiado. Son ojos de exorcista, que pretende conjurar a un demonio o a un dios, para que revele y entregue su secreto y su propio ser. ¡Quién se atrevería a decir qué mira, qué pretende forzar! Pero estos rasgos ponen de manifiesto que se trata de algo enorme, de algo que es la desmesura misma. Las grandes imágenes de Bodhidharma son, por ello, también «desmesuradas» o «enormes» en todos los sentidos del término. Salta inmediatamente a la vista que esta figura sedente busca algo de lo que pende todo, algo frente a lo cual todo lo demás resulta indiferente, un algo que, en suma, sólo puede poseer lo numinoso. Y quien se entrega a la contemplación de esta imagen debe experimentar él mismo un ligero espanto ante aquello que se refleja en estos ojos, en esta contención.

2. Pero, a la vez, este recogimiento es cualquier cosa menos cavilación, un forjarse a sí mismo o un querer hallarse a sí mismo. Y el hallazgo final no es tampoco, por cierto, el resultado de la propia habilidad, del propio «obrar». La redención que acompaña a este hallazgo es lo más contrapuesto que quepa pensar a una «autorredención». Las afirmaciones de algunos intérpretes del budismo, que pretenden ver la superioridad de éste en el hecho de que enseña la «autorredención», marran completamente. El hallazgo es, más bien, un estallido final, una deflagración que acontece simplemente como hecho místico pleno, pero que no puede ser causada por nada. Sencillamente, se da o no se da. Ningún hombre puede causarla, producirla, hallarla por sí mismo. Tampoco cabe denominarla «gracia», pues para poder hablar de «gracia» se necesita que alguien la otorgue. Con todo, se trata de algo emparentado, en la medida en que con «gracia» y «vivencia de la gracia» mentamos también el puro misterio portentoso. Es el abrirse del ojo celeste, y se puede comparar antes al comienzo de un hechizo que a una «autorredención».

3. ¿Cuál es el contenido de tal hallazgo? Los labios de quienes lo viven permanecen, a este respecto, firmemente cerrados. Y deben estarlo, pues si algún dogma existe en esta escuela, ése es precisamente el de la imposibilidad de pensar hasta el final, el de la completa inefabilidad de la cosa misma. Se trata de la «verdad» a la que todo remite, que transforma de golpe la vida en su conjunto, que confiere a la totalidad de la existencia propia y del entorno un sentido que hasta el presente había pasado inadvertido, incomprendido. Viene acompañada de una suma excitación del ánimo y una dicha sin límites. Está vinculada a un continuo «estudio de lo impensable», pero este estudio no es de carácter intelectual, sino una penetración cada vez más profunda, y en sí misma indescriptible, en la verdad del zen, así descubierta. Irradia también sobre el modo de vida y brilla en los rostros de quienes la viven. Les otorga además capacidad de entrega, pues el sentido de la vida viene a ser ahora el servicio para conseguir la salvación de todos «los seres que sienten».

Y se revela en un voto cuádruple que se repite a menudo:

Por innúmeros que sean los seres que sienten, yo prometo salvarlos a todos.
Por inagotable que sea la pasión perversa, yo prometo extinguirla.
Por insondables que sean las santas doctrinas, yo prometo estudiarlas.
Por inaccesible que sea el sendero de los budas, yo prometo alcanzarlo.

Proyecta la mente hacia un ideal supremo, pero a la vez obliga a renunciar a todo renombre, a aceptar la humildad voluntaria:

Aunque su ideal sea tan alto como la corona de Vairocana (el supremo entre todos los budas): Su vida debe estar tan llena de humildad que se prosterne ante los pies de un niño.

Pero toda disciplina personal y toda acción por los demás se hace sin coacción y «sin mérito», sin conciencia de uno mismo, sin ejercer presión sobre las cosas y sin obtención de mérito para uno mismo, sin intención:

La sombra del bambú roza los escalones:
sin que se mueva un átomo de polvo.
La luz de la luna penetra hondo en el fondo del estanque
pero no deja huella en el agua.

viernes, 25 de octubre de 2013

El Matrimonio como una Relación Psicológica - III - FINAL.

Carl Gustav Jung

La transformación que he descrito arriba sumariamente es la esencia de la relación psicológica del matrimonio. Mucho puede decirse sobre las ilusiones que sirven a los fines de la naturaleza y conllevan las transformaciones que caracterizan la mitad de la vida.

La armonía peculiar que caracteriza al matrimonio durante la primera mitad de la vida -en el supuesto de que el ajuste sea exitoso- está basada con mucho en la proyección de ciertas imágenes arquetípicas, lo que se clarifica en la fase crítica.

Todo hombre lleva dentro de sí la imagen eterna de la mujer, no la imagen de esta o esa mujer particular sino una imagen femenina determinada. Esta imagen es fundamentalmente inconsciente, un factor hereditario de origen primordial grabado en el sistema orgánico viviente del hombre, una impronta o arquetipo de todas las experiencias ancestrales de la mujer, un depósito, si eso fuese posible, de todas las impresiones hechas por la mujer –en resumen, un sistema heredado de la adaptación física. Aun si no existiese ya ninguna mujer, sería posible en cualquier época desde esta imagen inconsciente deducir exactamente cómo habría estado constituida síquicamente esa mujer. Lo mismo sucede en caso de la mujer: ella también tiene su imagen innata del hombre. Realmente sabemos por la experiencia que sería más adecuado describirla como una imagen de los hombres, mientras en el caso del hombre es más bien una imagen de la mujer. Puesto que esta imagen es inconsciente, esta es siempre proyectada inconscientemente sobre la persona del ser amado. Esta es una de las razones principales para la atracción o aversión apasionadas. He llamado a esta imagen anima y he encontrado la pregunta escolástica Habet mulier animam? especialmente interesante, ya que en mi opinión es inteligente en tanto la duda parece justificada. La mujer no tiene anima, ni alma, sino animus. El anima tiene un carácter erótico, emocional, mientras el animus tiene un carácter racionalizante. Por consiguiente la mayor parte de lo que los hombre dicen sobre el erotismo femenino y particularmente sobre la vida emocional de la mujer se deriva de las proyecciones de su propia anima y está por tanto distorsionado. Por otro lado, las asombrosas suposiciones y fantasías que las mujeres hacen acerca de los hombres provienen de la actividad de su animus, quien produce una inagotable fuente de argumentos ilógicos y falsas explicaciones.

Ambos, anima y animus se caracterizan por ser extraordinariamente polifacéticos. En un matrimonio sucede siempre que el contenido  proyecta esta imagen sobre el contenedor, mientras que éste es sólo parcialmente capaz de proyectar su imagen inconsciente sobre su compañero. Mientras más unificado y simple es el compañero menos completa es la proyección.

En tal caso esta imagen altamente fascinante cuelga como si estuviera en medio del aire, como si estuviera esperando ser llenada por una persona viviente. Hay cierto tipo de mujeres que parecen estar hechas por la naturaleza para atraer proyecciones del anima, en realidad podemos hablar de un tipo definido de anima. El así llamado carácter de esfinge es una parte indispensable de su equipo, de mismo modo que una equivocidad y elusividad intrigante, no una indefinible apariencia que no ofrece nada sino una indefinición que parece llena de promesas como el expresivo silencio de la Mona Lisa. Una mujer de esta clase es las dos cosas, vieja y joven, madre e hija, de más que dudosa castidad, de apariencia infantil, y todavía provista de un aspecto ingenuo que es extremamente paralizante para los hombres. No todo hombre de real poder intelectual puede ser un animus.

Para ser un animus debe ser un maestro no tanto en ideas sino en palabras precisas –las palabras aparentemente llenas de significado que por otro lado dejan mucho sin decir. Debe ser un héroe más bien cuestionable, un hombre con posibilidades lo cual no quiere decir que una proyección del animus no pueda descubrir un héroe real antes de que sea perceptible a los perezosos juicios de un hombre de inteligencia promedio.

Para el hombre como para la mujer en la medida que son contenedores, el completar esta imagen es una experiencia que tiene sus consecuencias, porque esta conlleva la posibilidad de encontrar las propias complejidades respondidas por una correspondiente diversidad. Amplios panoramas parecen abrirse en los que uno se siente abrazado y contenido. Y digo parecen a propósito porque la experiencia tiene siempre dos caras.

En tanto la proyección del animus de una mujer puede a menudo escoger un hombre de real significación que no es reconocido por la masa, y puede realmente ayudarlo a él a completar su propio destino con su apoyo moral, así también un hombre puede crear para sí mismo una mujer inspiradora mediante la proyección de su anima. Pero a menudo esto se torna en una ilusión con consecuencias destructivas, un fracaso porque su fe no fue lo suficientemente fuerte. A los pesimistas les diría que estas imágenes psíquicas primordiales tienen un extraordinario valor positivo, pero debo advertir a los optimistas contra las fantasías cegadoras y la probabilidad de las más absurdas aberraciones. No se debería tomar en cuenta a esta proyección como una relación individual y consciente. En sus primeras fases está muy lejos de ser esto, por esto crea una compulsiva dependencia basada en motivos inconscientes distintos de los biológicos. Ella de Rider Hagaard entrega alguna indicación del curioso mundo de ideas que subyace en la proyección del anima. Estas son en esencia de contenido espiritual, a menudo con disfraz erótico, fragmentos obvios de una mentalidad mitológica primitiva que se compone de arquetipos y cuya totalidad constituye el inconsciente colectivo.

Concordantemente tal relación es en el fondo colectiva y no individual (Benoit quien creó en L’Atlantide una figura fantástica similar aun en los detalles al de Ella niega haber plagiado a Rider Hagaard).

Si tal proyección calza con uno de los miembros de la pareja, la relación espiritual colectiva entra en conflicto con el colectivo biológico y produce en el contenedor la división o desintegración. Ya lo he descrito antes. Si él es capaz de mantener su cabeza sobre el agua, se encontrará a sí mismo en un conflicto extremo. En ese caso, la proyección aunque peligrosa en sí mismo le habrá ayudado a pasar de la relación colectiva a la individual. Esto favorece a una realización totalmente consciente de la relación que proporciona el matrimonio. Puesto que el objetivo de este documento es la discusión de la sicología del matrimonio, la psicología de la proyección no nos concierne ahora. Es suficiente mencionarla como un hecho.

Difícilmente se puede trabajar sobre la relación psicológica del matrimonio sin mencionar, aun a riesgo de malentendidos, la naturaleza de sus críticas transiciones. Como es bien sabido uno no entiende lo psicológico a no ser que lo haya experimentado. No siempre esto previene a cualquiera de sentirse convencido de que su propio juicio es la única verdad aceptable. Este hecho desconcertante proviene de la necesaria sobrevaloración del contenido momentáneo de la conciencia, porque sin esta concentración de atención uno no podría ser consciente en absoluto.

De este modo cada período de la vida tiene su propia verdad psicológica, y lo mismo se aplica en cada estadio del desarrollo psicológico. Hay estadios inclusive que solo unos pocos pueden alcanzarlos, dependiendo de su raza, familia, educación, talento y pasión. La naturaleza es aristocrática. El hombre normal es una ficción, aunque ciertas leyes generalmente válidas existen.

La vida psíquica es un desarrollo que puede quedar fácilmente detenido en los niveles inferiores. Esto sucede aunque cada individuo posee una gravedad específica, según la cual el sube o baja al nivel en que alcanza su límite. Sus puntos de vista y convicciones se determinarán concordantemente. No hay que admirarse de que con mucho la mayoría de los matrimonios alcance su más alto límite psicológico en la cumplimiento de la finalidad biológica sin lastimar la salud espiritual o moral.

Relativamente poca gente cae en una desarmonía más profunda con ellos mismos. Donde hay una gran cantidad de presión desde fuera, el conflicto es incapaz de desarrollar mucha tensión dramática debido a una clara falta de energía. La inseguridad psicológica sin embargo crece en proporción con la seguridad social, inconscientemente al comienzo, causando neurosis, luego conscientemente produciendo separaciones, discordia, divorcios y otros desordenes maritales. En niveles superiores se distinguen nuevas posibilidades de desarrollo psicológico, tocando la esfera de la religión donde el juicio crítico se detiene.

El progreso puede ser permanentemente detenido en cualquiera de estos niveles con una completa inconsciencia de lo que podría haber sucedido en el siguiente estadio de desarrollo. Como norma general el acceso al siguiente estadio está bloqueado por violentos prejuicios y temores supersticiosos. Estos sin embargo sirven para un propósito útil ya que un hombre que es obligado por accidente a vivir en un nivel demasiado alto para él, se vuelve loco y se convierte en una amenaza.

La naturaleza no es solo aristocrática, también es esotérica. Ya que ningún hombre con entendimiento será inducido a guardar en secreto lo que sabe, debido a que se da cuenta demasiado bien de que el secreto del desarrollo psíquico no puede ser nunca traicionado, simplemente porque ese desarrollo es una cuestión de capacidad individual.

miércoles, 23 de octubre de 2013

El Matrimonio como una Relación Psicológica - II

Carl Gustav Jung

Los caminos que conducen a la realización consciente son muchos, pero ellos siguen leyes definidas. En general, el cambio comienza con el despertar de la segunda mitad de la vida. El período medio de la vida es un tiempo de enorme importancia psicológica. El niño comienza su vida psicológica dentro de límites muy estrechos, dentro del mágico círculo de la madre y su familia. Con la maduración progresiva su horizonte y su propia esfera de influencia se amplían, sus esperanzas e intenciones se dirigen a extender el alcance de su poder personal y sus posesiones, su aspiración se proyecta al mundo exterior en un rango siempre creciente, la voluntad del individuo se hace más y más idéntica a los objetivos naturales perseguidos por las motivaciones inconscientes. Así el ser humano insufla su propia vida a las cosas, hasta que finalmente ellas comienzan a vivir de sí mismas y a multiplicarse, e imperceptiblemente se ve superado por ellas.

Las madres son sobrepasadas por sus hijos, los hombres por sus propias creaciones, y lo que originalmente fue traído a la vida con grandísimo esfuerzo y trabajo no puede ser mantenido más bajo control. Primero fue la pasión, luego se convirtió en deber y finalmente en carga intolerable, un vampiro que acaba con la vida de su creador. La mitad de la vida es el momento de gran despliegue, cuando un ser humano se entrega todavía a su trabajo con toda su fuerza y su completa voluntad. Pero en este preciso momento la tarde y la segunda mitad de la vida comienzan. La pasión ahora cambia su rostro y se llama deber, “yo deseo” se transforma en el inexorable “yo debo”, y las vueltas del camino que una vez trajeron sorpresa y descubrimiento, se opacan por la costumbre. El vino ha fermentado y comienza a decantarse y aclararse. Si todo va bien, las tendencias conservadoras se desarrollan; en lugar de mirar hacia delante se mira hacia atrás, las más de las veces involuntariamente, y se comienza a hacer provisiones, a mirar cómo la vida se ha desarrollado hasta este punto.

Se buscan las motivaciones reales y se hacen reales descubrimientos. La evaluación crítica de sí mismo y de su destino permite a cada uno reconocer sus peculiaridades. Pero estas introspecciones no llegan fácilmente; se logran solo por medio de golpes de extrema severidad.

Puesto que las metas de la segunda mitad de la vida son diferentes de las de la primera, mantenerse demasiado tiempo en la actitud juvenil produce una división de la voluntad. La conciencia todavía presiona hacia delante, como obedeciendo a su propia inercia, pero el inconsciente se mantiene atrás, porque la fortaleza e interioridad necesarias para una futura expansión han sido desgastadas. Esta falta de unidad con uno mismo produce descontento, y puesto que no somos conscientes del estado real de las cosas generalmente proyectamos la razones para esta situación en nuestra pareja. Así se desarrolla una atmósfera crítica, el preludio necesario para una realización consciente.

Usualmente este estado no comienza simultáneamente en los miembros de una pareja. Ni siquiera los mejores matrimonios pueden evitar las diferencias individuales para que su estado anímico sea absolutamente idéntico. En la mayoría de los casos uno de ellos se adaptará más rápidamente al matrimonio que el otro. El que está fundamentado en una relación positiva con sus padres encontrará poca o ninguna dificultad en ajustarse a su pareja, mientras que el otro puede estar impedido por un profundo lazo inconsciente con sus padres. El completará su adaptación más tardíamente, y debido a que esta se logrará con una mayor dificultad, puede resultar más duradera.

Estas diferencias en “tempo” y el grado de desarrollo espiritual son las causas principales de una dificultad típica que aparece en momentos críticos. Si se trata del “grado de desarrollo espiritual” de una personalidad, no quiero significar una especialmente rica de naturaleza magnánima. Este no es el caso en absoluto. Quiero expresar más bien una cierta complejidad de mentalidad o naturaleza, comparable a una gema con muchas facetas  como opuesta a un simple cubo. Existen naturalezas polifacéticas y más bien problemáticas, cargadas con trazos hereditarios que son muchas veces  difíciles de reconciliar. La adaptación a estas naturalezas o la adaptación de ellas a naturalezas más simples es siempre un problema. Esta gente que tiene una cierta tendencia a la disociación, también generalmente tiene la capacidad de dejar de lado los trazos irreconciliables de su carácter por períodos considerables, haciéndose pasar como más simples de lo que realmente son, o puede suceder que su polifacetismo y versatilidad les dé un particular encanto. Sus parejas pueden fácilmente perderse en esta  laberíntica naturaleza, al encontrar tal abundancia de experiencias posibles que sus intereses personales son absorbidos completamente en un modo no muy agradable, ya que su única ocupación consiste en seguir al otro en todas sus vueltas y cambios de carácter. Hay siempre tanta experiencia disponible alrededor de la más simple personalidad y si no está empapada realmente por ella, es absorbida por su compañero/a más complejo/a y no puede distinguir su camino. Es una situación bastante común que una mujer esté totalmente contenida, espiritualmente en su marido; y para su marido estar totalmente contenido, emocionalmente en su mujer. Se podría describir esto como el problema del contenido y el contenedor.

Quien es contenido siente que está viviendo enteramente dentro de los límites de su matrimonio, su actitud hacia su pareja matrimonial es indivisa; fuera del matrimonio no existen obligaciones esenciales ni intereses vinculantes. El lado desagradable de este compañerismo ideal es la inquietante dependencia hacia una personalidad, que nunca puede ser vista en su integridad y es por tanto dependiente y no del todo creíble. La gran ventaja reside en su propia indivisión, la misma que no puede ser desvalorizada en la economía psíquica.

El contenedor, por otro lado, quien de acuerdo con su tendencia a la disociación tiene una necesidad especial de unificarse mediante un amor indivisible hacia otro, será dejado bastante lejos en este esfuerzo, lo cual es naturalmente muy difícil para él, por su personalidad más simple. Mientras está buscando en el presente todas las sutilezas y complejidades que podrían complementar a sus propias facetas, él está perturbando la simplicidad del otro. Puesto que en circunstancias normales la simplicidad siempre tiene ventaja sobre la complejidad, él muy pronto se verá constreñido a abandonar sus esfuerzos por despertar reacciones sutiles e intrincadas en la naturaleza más simple. Y muy pronto su pareja, que de acuerdo a su naturaleza más simple espera de él respuestas simples, le dará mucho trabajo al confrontar sus complejidades con su permanente insistencia de respuestas simples. Quiéralo o no, él debe recurrir a él mismo ante las presiones de la simplicidad. Cualquier esfuerzo mental, como el mismo proceso consciente, requiere de tanta energía del hombre común, que invariablemente prefiere lo simple, aunque esto no lo lleve al encuentro con la verdad. Y cuando esto representa al menos una media verdad, entonces todo está decidido. La naturaleza simple trabaja en la más compleja como un cuarto que es demasiado pequeño y no le deja suficiente espacio. Por el contrario, la naturaleza compleja le da a la más sencilla demasiados cuartos con demasiado espacio de tal manera que nunca sabe dónde realmente pertenece. Así sucede sencillamente que el más complicado contiene al más simple. El primero no puede ser absorbido por el segundo pero lo circunda sin ser contenido. Más aún, puesto que el más complicado tiene quizás una necesidad mayor de ser contenido que el otro, se siente él mismo fuera del matrimonio y consecuentemente desempeña siempre el papel problemático. Mientras más persevera el contenido, más se siente el contenedor excluido de la relación, y mientras más el primero exige, menos capaz es el segundo de responder. El contenedor tiende a espiar fuera de la ventana, sin duda inconscientemente al principio, pero en el inicio de la edad mediana se despierta en él un insistente deseo por esa unidad e indivisibilidad que le es especialmente necesaria debido a su naturaleza disociada. En esta coyuntura hay cosas que pueden suceder que conllevan conflicto a una persona. Esta se cree consciente del hecho de que está buscando complementariedad, la satisfacción e indivisibilidad que siempre le han hecho falta. Para el contenido esto es solo la confirmación de la inseguridad que siempre ha sentido tan dolorosamente, descubre que en los cuartos que aparentemente le pertenecían, habitan otros huéspedes no deseados. La esperanza de seguridad se desvanece y este disgusto le conduce hacia sí mismo, a menos que con esfuerzos desesperados y violentos pueda tener éxito para que su pareja capitule y emita una confesión de que su deseo por la unidad no era nada más que una niñería o una enfermiza fantasía. Si estas tácticas no resultan, su aceptación del fracaso puede hacerle un real bien, forzándole a reconocer que la seguridad que estaba buscando desesperadamente en el otro tiene que encontrarla en sí mismo. En este camino se encuentra a sí mismo y descubre en su naturaleza más simple todas aquellas complejidades que el contenedor había estado buscando en vano.

Si el contenedor no sucumbe frente a lo que estamos acostumbrados llamar “infidelidad” sino que prosigue confiando en su justificación interior de su deseo de unidad, tendrá que acabar con su autodivisión mientras dure su existencia. Una disociación no se cura siendo dividido, sino por una desintegración más completa. Todas las fuerzas que posibilitan la unidad, todo sano deseo de mismidad, resistirán la desintegración, y de esta manera él llegará a tomar conciencia de la posibilidad de una integración interior, la que antes había buscado siempre fuera de sí mismo. Entonces encontrará la recompensa en un sí mismo indiviso.

Esto es lo que pasa frecuentemente alrededor del mediodía de la vida cuando esta sabia y milagrosa naturaleza humana promueve la transición que conduce de la primera a la segunda mitad de la existencia. Es la metamorfosis de un estado en el que el hombre es solo una herramienta de naturaleza instintiva a otro en el que ya no es más una herramienta, sino él mismo: una transformación de naturaleza en cultura, de instinto en espíritu.

Se debería tener mucho cuidado en no interrumpir este necesario desarrollo mediante actos de violencia moral, ya que cualquier intento de crear una actitud espiritual suprimiendo o exacerbando los instintos es una falsificación. Nada es más repulsivo que una espiritualidad furtivamente quisquillosa, que es tan insípida como la grosera sensualidad. Pero la transición toma mucho tiempo y la gran mayoría de la gente se queda en los primeros niveles. Si solo pudiéramos como los primitivos, abandonar la inconsciencia para cuidad de todo este desarrollo psicológico que supone el matrimonio, esta transformación podría ser trabajada de manera más integral sin demasiadas fricciones. Pues a menudo entre los llamados primitivos uno se encuentra con personalidades espirituales que inspiran respeto de manera inmediata, como si ellos fueran productos totalmente maduros de un destino sin perturbaciones. Hablo aquí por mi experiencia personal. ¿Pero dónde entre los europeos actuales se puede encontrar gente no deformada por actos de violencia moral? Todavía somos lo suficientemente bárbaros como para creer en el ascetismo y su opuesto.

Pero la rueda de la historia no puede retroceder, solo nosotros podemos promover una actitud que nos permitirá completar nuestro destino tan libre de obstáculos como lo desea en nosotros el libre pagano. Sólo bajo esta condición podemos estar seguros de no pervertir la espiritualidad en sensualidad y viceversa, ya que ambas deben vivir, cada una derramando vida sobre la otra.

lunes, 21 de octubre de 2013

El Matrimonio como una Relación Psicológica - I

Carl Gustav Jung

--Tomado de The Development of Personality--


El matrimonio, visto como una relación psicológica, es una estructura altamente compleja, compuesta de una de serie de factores subjetivos y objetivos, la mayoría de naturaleza muy heterogénea. Como deseo referirme sólo a los aspectos psicológicos del matrimonio, debo dejar de lado los factores de tipo legal y social, aunque estos no dejan de influir en las relaciones de los consortes.

Siempre que hablamos de una relación psicológica presuponemos que es consciente, porque no hay relación psicológica entre dos personas que están en estado de inconsciencia. Pero la absoluta conciencia no existe, lo que existe es un grado mayor o menor de inconsciencia, y la relación psicológica está dada según el grado de conciencia.

En el niño, la conciencia despierta de las profundidades de la vida psíquica inconsciente, al comienzo como islas separadas, las cuales gradualmente se unen para formar un continente, una masa de terreno continua de conciencia. El progresivo desarrollo mental significa, en efecto, una expansión de la conciencia. Con el despertar de la conciencia continua y no antes, se hace posible la relación psicológica. 

En la medida de lo que sabemos, la conciencia es siempre la conciencia del ego. Para ser consciente de mí mismo, debo distinguirme de los otros. La relación sólo puede darse cuando existe esta distinción. Pero aunque la distinción pueda darse de un modo general, normalmente es incompleta, porque grandes áreas de la vida psíquica permanecen inconscientes. Cuando no se puede hacer esta distinción respecto al contenido inconsciente, no se establece la relación en ese campo. Aquí todavía reina la condición original de la identidad primitiva del ego, en otras palabras una completa ausencia de relación.

Una persona joven en edad de casarse, posee, por supuesto una conciencia del ego (las mujeres, más que los hombres, como norma general) pero esta apenas ha salido de la neblina de la inconsciencia original y tiene ciertamente amplias áreas que todavía permanecen en la sombra que le impiden la formación de la relación psicológica. Esto significa, en la práctica, que el o la joven pueden tener sólo un entendimiento incompleto de sí mismos y de los otros. Están, por tanto, poco informados de los motivos ajenos y de los suyos propios. Por lo general, los motivos por los que actúan son en gran parte inconscientes. Subjetivamente, por supuesto, el se considera a sí mismo muy consciente y conocedor, porque sobreestimamos constantemente el contenido de la conciencia y es un grande y sorprendente descubrimiento cuando encontramos que lo que habíamos supuesto una cumbre no es sino un primer paso de una larga ascensión. Mientras más grande sea el área de inconsciencia, menos el matrimonio es de libre elección, como se muestra subjetivamente en la compulsión que uno siente tan agudamente cuando está enamorado. La compulsión puede existir aun en el caso de no estar enamorado, aunque en una forma menos agradable.

Las motivaciones inconscientes son de naturaleza personal y general. En primer lugar hay motivaciones que proceden de la influencia de los padres. La relación del joven con su madre y de la joven con su padre es el factor determinante en este punto. Es la fuerza del nexo con los padres la que influye inconscientemente en la elección de marido o mujer, ya sea positiva o negativamente. El amor consciente hacia los dos padres favorece la elección de la pareja adecuada, mientras un lazo inconsciente (que no necesita en ningún sentido ser expresado conscientemente como amor) hace la elección difícil e impone modificaciones características. Con el fin de entenderlas, se debe comprender ante todo la causa del lazo inconsciente con los padres y bajo qué condiciones modifica fuertemente o incluso impide la elección consciente. En general toda la vida que pudieron haber vivido los padres, excepto aquello que ellos mismo lo descartan por motivos artificiales, se la transmite a los niños como un legado. Esto quiere decir que los niños son conducidos inconscientemente en una dirección que está destinada a compensar todo lo que se dejó sin completar en las vidas de sus padres. Por este motivo los padres excesivamente moralistas tienen hijos que son llamados “inmorales” o un padre irresponsable y manirroto tiene un hijo con una malsana cantidad de ambición, y así por el estilo. Los peores resultados de derivan de padres que se han mantenido a sí mismos artificialmente inconscientes. Examinemos el caso de una madre que deliberadamente se mantiene inconsciente de tal modo que no cuestiona a su hijo su pretensión de un matrimonio satisfactorio. 

Inconscientemente ella relacionará a su hijo con ella, más o menos como un sustituto de su marido. El hijo si no es forzado directamente a la homosexualidad, es impelido a modificar su elección de un modo contrario a su verdadera naturaleza. El puede casarse con una chica que es obviamente inferior a su madre y por tanto incapaz de competir con ella; o caerá con una mujer de disposición tiránica y dominante, que puede lograr apartarlo de su madre. La elección de una pareja, si los instintos no han sido viciados, puede permanecer libre de estas influencias, pero tarde o temprano, éstas se harán sentir como obstáculos. Una elección más o menos instintiva puede ser considerada la mejor desde el punto de vista de la conservación de la especie, pero no siempre es afortunada desde el punto de vista psicológico, porque existe a menudo una enorme diferencia entre la personalidad puramente instintiva y el individuo diferenciado. Y aunque en algunos casos la raza puede ser mejorada y vigorizada por una elección puramente instintiva, la felicidad individual sería empujada al sufrimiento. (La idea de instinto no es nada más que un término colectivo para toda clase de factores orgánicos y psíquicos cuya naturaleza es en gran parte desconocida.)

Si el individuo es considerado solamente como un instrumento para mantener la especie, entonces la elección puramente instintiva de la pareja es con mucho la mejor. Pero dado que los fundamentos de tal elección son inconscientes, solo una especie de nexo impersonal se puede construir sobre ellos, como se puede observar muy bien entre los primitivos. Si podemos hablar aquí de una “relación”, es en el mejor de los casos, un pálido reflejo de lo que queremos significar, un estadio muy distante de acontecimientos con un carácter decididamente impersonal, totalmente regulado por costumbres y prejuicios tradicionales, el prototipo de todo matrimonio convencional.

En tanto la razón o el cálculo o el así llamado amor cuidadoso de los padres no organice el matrimonio y los instintos originales de los jóvenes no estén viciados sea por la falsa educación o por la escondida influencia de los complejos acumulados y olvidados de sus padres, la elección matrimonial seguirá normalmente las motivaciones inconscientes del instinto. La ignorancia desemboca en una no diferenciación de la identidad inconsciente. La consecuencia práctica de esto es presuponer en el otro una estructura psicológica similar a la propia. Una vida sexual normal, como una experiencia compartida con propósitos aparentemente similares fortalecen el sentimiento de unidad e identidad. Este estado es descrito como una completa armonía y se expresa como una gran felicidad (“un corazón y un espíritu”) no sin una buena razón, puesto que el retorno a esa condición original de inconsciencia individual es como un retorno a la infancia. De allí los gestos infantiles de todos los amantes. Aun más es el retorno al vientre materno, a las profundidades fecundas de una todavía  inconsciente creatividad. Es, en verdad, una genuina e incontestable experiencia de lo Divino, cuya fuerza trascendente borra y consume todo lo individual, una comunión real con la vida y el poder impersonal del destino. La voluntad individual de auto posesión está quebrada, la mujer se hace madre y el hombre se hace padre, y así ambos son despojados de su libertad y convertidos en instrumentos de la urgencia de la vida. Aquí la relación permanece dentro de los límites del objetivo biológico instintivo, la preservación de la especie. Puesto que este objetivo es de naturaleza colectiva, el lazo psicológico entre marido y mujer será también esencialmente colectivo, y no puede ser considerado como una relación individual en el sentido psicológico. Podemos hablar de ésta cuando la naturaleza de las motivaciones inconscientes ha sido reconocida y la identidad original se ha agotado. Pocas veces o nunca evoluciona un matrimonio hacia una relación individual de manera suave o sin crisis. No hay un nacimiento a la  conciencia sin dolor.

jueves, 17 de octubre de 2013

Acerca de la Vida después de la Muerte - IV - FINAL

Carl G. Jung

Me parece probable que también en el otro mundo existan ciertas delimitaciones; que las almas de los muertos sólo descubrirán progresivamente dónde se encuentran los límites del estado liberatorio. En alguna parte existe «allí» un Debe condicionante de mundo que quiere poner fin al estado del otro mundo. Este Debe creador decidirá —así lo imagino— qué almas se sumergirán nueva mente en el nacimiento. Podría imaginarme que ciertas almas encuentran el estado de existencia tridimensional más dichoso que el de la «eterna». Pues quizás ello depende de hasta qué punto han trascendido la perfección o imperfección de su existencia humana.

Es posible que una continuación de la vida tridimensional no tuviera ya sentido cuando el alma ha alcanzado cierto grado de inteligencia; que no hubiera de regresar y la inteligencia elevada impidiera el deseo de reencarnación. Entonces las almas del mundo tridimensional se desvanecerían y conseguirían un estado que los budistas designan como nirvana. Sin embargo, si resta todavía un karma por ultimar el alma, vuelve a caer en el deseo y se entrega de nuevo a la vida, quizás por la creencia de que existe algo por completar.

En mi caso, hay que imaginar, debe haber sido un impulso apasionado el que ha originado mi nacimiento. Pues él es el elemento más destacado de mi naturaleza. Este insaciable instinto de comprensión ha creado, por así decirlo, una conciencia para reconocer lo que es y lo que sucede y para descubrir más allá de ello míticas representaciones a partir de las escasas indicaciones de lo irreconocible.

No está en absoluto a nuestro alcance el poder demostrar que se conserve de nosotros algo eternamente. Como máximo, podemos decir que existe una cierta probabilidad de que algo de nuestra psique continúe viviendo después de la muerte física. Si lo que ahora continúa existiendo es consciente en sí mismo, tampoco lo sabemos. Si existe una necesidad de formarse una opinión sobre esta cuestión, podría quizás sacarse a colación los fenómenos de desdoblamiento psíquico que se han realizado. En la mayoría de casos en que se manifiesta un complejo de desdoblamiento ello sucede en la forma de una personalidad, como si el complejo tuviera una conciencia de sí mismo. Por ello, por ejemplo, las voces de los enajenados se personifican. El fenómeno del complejo personificado lo he tratado ya en mi disertación doctoral. Se le podría guiar, si se quiere, en beneficio de una continuidad de la conciencia. A favor de tal hipótesis hablan también las observaciones sorprendentes que se han realizado en profundos desmayos después de agudas lesiones cerebrales y en graves estados de colapso. En ambos casos, de la más acusada pérdida de conciencia pueden tener lugar percepciones del mundo externo, así como experiencias oníricas. Dado que la corteza cerebral es la sede de la conciencia, descartada la influencia del desmayo, tales experiencias resultan actualmente todavía inexplicables. Quizás expresan una conservación subjetiva mínima de la capacidad consciente —incluso en los estados de una aparente carencia de conciencia.

El problema de la relación entre el «hombre intemporal», la persona y el hombre terrenal en el espacio y el tiempo plantea cuestiones de lo más difíciles. Dos sueños me aclararon esto.

En un sueño que tuve en octubre de 1958 vi desde mi casa dos discos de forma lenticular y de brillo metálico, que pasaron velozmente, describiendo un estrecho arco, por encima de la casa en dirección al lago. Eran dos OVNIS. Luego pasó otro cuerpo que volaba directamente hacia mí. Era un lente circular, como el objetivo de un telescopio. A una distancia de unos cuatrocientos o quinientos metros se detuvo un instante y luego volvió a volar. Inmediatamente después llegó otro cuerpo volando por el aire: un objetivo con apliques metálicos, adaptado a una caja: una linterna mágica. A unos sesenta o setenta metros de distancia se detuvo en el aire y se dirigió directamente hacia mí. Me desperté con la sensación de extrañeza. El sueño me rondaba todavía en la cabeza. Nosotros creemos siempre que los OVNIS son proyecciones nuestras. Pero ahora parecía que nosotros éramos sus proyecciones. Yo era proyectado por la linterna mágica como C. G. Jung. ¿Pero quién manipulaba el aparato?

Soñé una vez sobre el problema de la relación entre la persona y el Yo. En aquel sueño me encontraba en una excursión. Por un pequeño camino atravesé un paisaje accidentado, el sol brillaba y yo divisaba un amplio panorama. Entonces llegué a una pequeña ermita. La puerta estaba abierta y entré. Ante mi asombro, en el altar no se encontraba ninguna imagen de la madre de Dios ni ningún crucifijo, sino sólo un adorno de hermosas flores. Pero luego vi que, ante el altar, en el suelo, vuelto hacia mí, estaba un yogui sentado meditando profundamente. Al contemplarle de cerca vi que tenía mi rostro. Me desperté asustado pensando: ¡Ah!, éste es el que me medita. Ha tenido un sueño que soy yo. Sabía que cuando él despertara yo ya no existiría más.

Este sueño lo tuve después de la enfermedad de 1944. Representa una comparación: mi persona se sume en la meditación, por así decirlo como un yogui y medita mi forma terrena. Se podría decir también: adopta forma humana para lograr una existencia tridimensional, como cuando alguien se pone un traje de buzo para realizar una inmersión en el mar. La persona se entrega a aquella existencia en el más allá en una actitud religiosa que indica la capilla en el sueño. En la forma terrena pueden realizarse las experiencias del mundo tridimensional y perfeccionarse mediante mayor conciencia en un fragmento más.

La figura del yogui representaría en cierto aspecto mi totalidad prenatal inconsciente y el lejano oriente, tal como sucede con frecuencia en los sueños, algo que nos es ajeno, un estado psíquico contrapuesto a la conciencia. Al igual que la linterna mágica, «proyecta» también la meditación del yogui mi realidad empírica. Generalmente, sin embargo, consideramos esta relación causal a la inversa: descubrimos en los productos del inconsciente símbolos del mándala, es decir, figuras circulares y cuadrangulares, que expresan totalidad; y cuando expresamos totalidad utilizamos tales figuras. Nuestra base es la conciencia de un yo, un campo de luz centrado en el Yo que representa nuestro mundo. A partir de aquí contemplamos un mundo tenebroso, enigmático y no sabemos hasta qué punto sus huellas tenebrosas están causadas por nuestra conciencia o hasta qué punto poseen realidad. Un análisis superficial se da por satisfecho con la aceptación de la conciencia como causante. Sin embargo, un análisis más exacto muestra que generalmente las imágenes del inconsciente no son motivadas por la conciencia, sino que poseen su propia realidad y espontaneidad. Sin embargo, las consideramos simplemente como una especie de fenómeno marginal.

La tendencia de ambos sueños apunta a la relación de la conciencia del Yo y el Inconsciente considerada a la inversa, es decir, a representar el inconsciente como generador de la persona empírica. Esta inversión indica que, según la «opinión de la otra parte», nuestra existencia inconsciente es la verdadera y nuestro mundo consciente una ilusión o una aparente realidad, producida con fines determinados, algo así como un sueño que parece tener tanta realidad como si nos encontrásemos en ella. Está claro que este planteo tiene mucha semejanza con la concepción del mundo oriental, en cuanto éste cree en el Maja.

La totalidad inconsciente me parece por ello como el propio spiritus rector de todo suceso biológico y psíquico. Aspira a realización total, es decir, a devenir completamente consciente en el hombre. Devenir consciente es cultura en el sentido más amplio y autoconocimiento, es decir, esencia y alma de este proceso. El oriente atribuye a la persona un significado «divino», y según la antigua concepción cristiana es el autoconocimiento el camino de la cognitio Dei.

La cuestión decisiva para los hombres es: ¿guarda relación con lo infinito o no? Esto es el criterio de la vida. Sólo si yo sé que la falta de límites es lo esencial, no presto interés a cuestiones vanas y a cosas que no tienen un significado decisivo. Si no lo sé, insisto en perseguir tal o cual propiedad que percibo como posesión personal, algo que rige el mundo. Así es, pues, quizás a causa de «mi» inteligencia o «mi» belleza. Cuanto más insiste el hombre en la falsa posesión y cuanto menos capta lo esencial, tanto más insatisfactoria es su vida. Se siente limitado porque tiene objetivos limitados y esto crea envidia y celos. Cuando se comprende y siente que se está unido, ya en esta vida, al infinito, cambian los deseos y actitudes. En última instancia, uno se rige sólo por lo esencial, y si no se posee esto se ha malgastado la vida. También en la relación con los demás hombres es decisivo si en ello se expresa lo infinito o no.

El sentimiento de lo infinito sólo lo alcanzo, sin embargo, cuando estoy limitado al máximo. La mayor limitación del hombre es la persona; se manifiesta en la vivencia «¡yo no soy más que esto!». Sólo la conciencia de mi estrecha limitación en la persona me une a la infinitud del inconsciente. En esta conciencia me siento a la vez limitado y eterno, como el Uno y el Otro. Al saberme único en mi combinación personal, es decir, limitado, tengo la posibilidad de tomar conciencia también de lo infinito. Pero sólo así.

En una época que está orientada á tout prix a ensanchar el espacio vital, así como al incremento del saber racional, representa uno de los mayores estímulos llegar a tomar conciencia de su peculiaridad y limitación. Sin ello no se da percepción alguna de lo ilimitado —y tampoco ningún devenir consciente— sino meramente una identidad con lo mismo que se exterioriza en la embriaguez por las grandes cifras y por el poderío político.

Nuestra época ha insistido a toda costa en desplazar al hombre terrenal y ha contribuido a endemoniar al hombre y su mundo. El fenómeno de los dictadores y toda la miseria que ha causado es debido a que se ha despojado al hombre de su tendencia al más allá por la estrechez de miras de los «omnisapientes». De este modo se ha sacrificado también al inconsciente. La tarea del hombre debería consistir precisamente en lo contrario, en llegar a adquirir conciencia de lo que le impulsa desde lo inconsciente, en lugar de permanecer inconsciente o idéntico a ello. En ambos casos crearía conciencia desleal a su destino. En lo que no es posible alcanzar, el único sentido de la existencia humana consiste en encender una luz en las tinieblas del mero ser. Incluso hay que suponer que, al igual que lo inconsciente actúa en nosotros, también el incremento de nuestra conciencia influye en el inconsciente.

FIN


martes, 15 de octubre de 2013

Acerca de la Vida después de la Muerte - III

Carl G. Jung

Ciertamente la muerte es una terrible brutalidad —no hay que dejarse engañar acerca de esto— no sólo como acontecimiento físico, sino mucho más aún como psíquico: un hombre es destrozado y lo que permanece es el glacial silencio de la muerte. Ya no existe más esperanza de relación alguna, pues todos los accesos se han roto. Hombres a los que se desearía una larga vida desaparecen a mitad de su vida y hombres inútiles alcanzan una avanzada edad. Esto es una cruel realidad que no debe paliarse. La brutalidad y arbitrariedad de la muerte puede amargar a los hombres hasta el punto de que concluyan que no existe Dios misericordioso alguno, ni justicia ni bondad.

Sin embargo, bajo otro punto de vista, la muerte aparece como un suceso alegre. Sub specie aeternitatis es una boda, un Misterium Coniunctionis. El alma alcanza, por así decirlo, la mitad que le falta, alcanza su plenitud. En los sarcófagos griegos se representaba el elemento alegre por medio de bailarinas, en las tumbas etruscas por medio de banquetes. Cuando murió el piadoso cabalista Rabbi Simón Ben Jochai, sus amigos dijeron que celebraba bodas. Todavía hoy existe cierta costumbre en algunos lugares de celebrar en el día de los difuntos un picnic en los cementerios. Todo esto expresa la sensación de que la muerte es en realidad una fiesta alegre.

Ya un par de meses antes de la muerte de mi madre, en septiembre de 1922, tuve un sueño que se refería a esto. Se trataba de mi padre y me impresionó mucho. Desde su muerte, es decir, desde 1896, no había soñado más con él. Ahora aparecía nuevamente en un sueño, como si regresara de un largo viaje. Parecía rejuvenecido y no paternalmente autoritario. Fui con él a mi biblioteca y me alegré enormemente de saber cómo le había ido. Especialmente me alegré de presentarle a mi mujer y mis hijos, de mostrarle mi casa y explicarle todo cuanto había hecho en este tiempo y lo que había llegado a ser. Quería informarle también del libro de los tipos, que había escrito de joven. Pero vi inmediatamente que todo esto no era posible, pues mi padre parecía preocupado. Evidentemente quería algo de mí. Me di cuenta claramente de ello y yo mismo me contuve. Entonces me dijo que deseaba consultarme, puesto que yo era psicólogo, y concretamente acerca de psicología matrimonial. Me dispuse a darle una larga explicación acerca de las complicaciones del matrimonio y entonces me desperté. No podía comprender bien el sueño, pues no se me ocurría qué relación podía tener con la muerte de mi madre. Esto sólo lo vi claro cuando ella murió repentinamente en enero de 1923.

El matrimonio de mis padres no fue un convenio feliz, sino una prueba de paciencia lastrada por muchas dificultades. Ambos cometieron los errores típicos de muchos matrimonios. Por mi sueño hubiera podido prever la muerte de mi madre: después de una ausencia de veintiséis años se presentaba mi padre en el sueño en casa del psicólogo en busca de ideas y conocimientos acerca de los problemas matrimoniales, pues había llegado el tiempo para él de volver a plantearse el problema. En su estado intemporal no había adquirido mejores opiniones y debía por ello dirigirse a los vivientes, que bajo circunstancias distintas podían haber obtenido algunos nuevos puntos de vista.

Así habla el sueño. Indudablemente, hubiera podido conseguir todavía mucho más penetrando en su sentido subjetivo. ¿Pero por qué le soñé precisamente a él antes de la muerte de mi madre, de la que no tenía idea alguna? Se ajusta claramente a mi padre, con quien me unía una simpatía que se acrecentó con los años. Dado que el inconsciente tiene mejores fuentes de información a causa de su espacio-tiempo-relatividad que la conciencia, la cual sólo dispone de las percepciones sensoriales, somos instruidos en relación con nuestro mito de la vida después de la muerte, acerca de los escasos datos del sueño y de manifestaciones espontáneas semejantes del inconsciente. Naturalmente, tal como hemos dicho, no se puede atribuir a estas indicaciones el valor de conocimientos o de pruebas. Pero pueden, sin embargo, servir como fundamento adecuado a las amplificaciones míticas; constituyen para el entendimiento investigador aquella zona de posibilidades que resultan imprescindibles para su actividad. Si falta el mundo intermedio de la fantasía mítica, el espíritu está amenazado por la rigidez del doctrinalismo. Pero, a la inversa, la consideración de los principios míticos comporta también un peligro para los espíritus débiles y sugestionables: el peligro de tomar los presentimientos por conocimientos y de hipostasiar las fantasmagorías.

Las ideas y concepciones acerca de la reencarnación constituyen un mito muy difundido acerca del otro mundo. En un país en que la cultura espiritual es muy diferenciada y mucho más antigua que la nuestra, a saber, en la India, la idea de la reencarnación pasa por algo evidente, al igual que entre nosotros la idea de que Dios ha creado el mundo, o de que existe un spiritus rector. El indio culto sabe que nosotros no pensamos como él, pero esto no le inquieta. De acuerdo con la idiosincrasia espiritual del ser oriental, las consecuencias del nacimiento y de la muerte se consideran un acontecer infinito, como una rueda eterna, que sin objetivo sigue girando constantemente. Se vive, se conoce y se muere y se vuelve a empezar desde el principio. Sólo en Buda se manifiesta la idea de un objetivo, concretamente la superación del ser terrenal.

La necesidad mítica del hombre occidental requiere una imagen evolutiva del mundo con principio y fin. Rechaza tanto un fin que sólo tenga principio como la concepción de una rotación estática, eternamente encerrada en sí misma. El hombre oriental, por el contrario, parece poder tolerar la última idea. No existe ciertamente ningún consensus general respecto a la esencia del mundo, al igual que tampoco han podido hasta hoy ponerse de acuerdo los astrónomos en esta cuestión. Al hombre occidental le resulta insoportable la absurdidad de un mundo meramente estático, debe presuponer su sentido. El hombre oriental no necesita esta hipótesis, sino que la personifica. Mientras aquél quiere dar el último toque al sentido del mundo, éste se esfuerza en la realización del sentido en el hombre y aparta de sí el mundo y la existencia (Buda).

Yo daría la razón a ambos. El hombre occidental parece ser predominantemente extravertido, el oriental predominantemente introvertido. El primero proyecta el sentido y lo sospecha en los objetos; el último lo siente en sí mismo. Pero el sentido está tanto en el exterior como en el interior.

La idea del karma no debe separarse de la idea del renacer. La cuestión decisiva es si el karma es personal a un hombre o no. Si la determinación del destino, con la que un hombre entra en la vida, representa el resultado de acciones y realizaciones de la vida pasada, existe entonces una continuidad personal. En otro caso, se concibe un karma en cierto modo como un nacimiento, de suerte que se encarna nuevamente sin que subsista una continuidad personal.

Por dos veces Buda fue interrogado por sus discípulos si el karma del hombre era personal o impersonal. Ambas veces eludió la cuestión y no penetró en ella; no contribuye nada a librarse de la ilusión del ser. Buda consideró más útil que sus discípulos meditaran acerca de la cadena Nidâna, concretamente sobre el nacimiento, la vida, la vejez y la muerte, sobre la causa y efecto de los apasionantes acontecimientos. 

No conozco respuesta alguna a la cuestión de si el karma, que yo vivo, es el resultado de mi vida pasada o es quizás el patrimonio de mis antepasados, cuya herencia coincide en mí. ¿Soy una combinación de vida de los antepasados y encarno nuevamente su vida? ¿He vivido anteriormente como personalidad determinada y llegué en aquella vida tan lejos que puedo ahora intentar una solución? No lo sé. Buda dejó en pie la pregunta y quisiera suponer que no lo supo con certeza.

Podría imaginarme muy bien que viví en siglos anteriores y me vi acuciado entonces por cuestiones a las que no podía responder todavía; que debía volver a nacer porque no había cumplido la tarea encomendada. Cuando muera —así me lo imagino—, mis hechos me seguirán. Aportaré lo que haya hecho.

Sin embargo, se trata de que al término de mi vida no esté con las manos vacías. Esto también parece haberlo pensado Buda, cuando intentaba apartar a sus discípulos de especulaciones inútiles. Es la razón de ser de mi existencia el que la vida me plantee una cuestión. O a la inversa: yo mismo soy una cuestión que va dirigida al mundo, y debo aportar mi respuesta o de lo contrario me encuentro meramente referido a la respuesta del mundo. Ésta es la tarea suprapersonal de la vida, que sólo con esfuerzo realizo. Quizá representa algo que ya preocupó a mis antepasados, pero que no pudieron responder. ¿Influye quizás en mí el hecho de que el desenlace del Fausto no encierre solución alguna? ¿O se trata del problema contra el cual se estrelló Nietzsche: la vivencia dionisíaca a la que parece escapar el hombre cristiano? ¿O es el inquieto Wotan-Hermes de mis antepasados alemanes y francos, quien me plantea cuestiones acuciantes? ¿O es justa la sospecha de Richard Wilhelm de que en mi vida anterior fui un chino rebelde, que, a modo de castigo, debe descubrir su alma oriental en Europa?

Lo que yo siento como resultado de la vida de mis antepasados o como karma adquirido en la vida anterior personal, podría quizás ser igualmente un arquetipo impersonal que actualmente angustia a todo el mundo y me ha conmovido especialmente, como, por ejemplo, la evolución secular de la Tríada divina y su confrontación con el príncipe femenino, o la respuesta, siempre esperada, a la cuestión gnóstica del origen del mal, en otras palabras, la imperfección de la imagen cristiana de Dios.

Pienso también en la posibilidad de que mediante un esfuerzo individual surja en el mundo una cuestión cuya respuesta se reclame. Por ejemplo, mis preguntas y respuestas podrían ser poco satisfactorias. Bajo tales circunstancias, alguien que tuviera mi karma, es decir, quizás yo mismo, debería volver a nacer para dar una respuesta más completa. Por ello puedo imaginarme que mientras yo no vuelva a nacer, el mundo no necesita una respuesta y que dispondré de algunos centenares de años de calma hasta que nuevamente se necesite alguien que se interese por tales cuestiones, y yo pueda volver a ocuparme de esta tarea con renovado esfuerzo. Tengo la idea  de que puede iniciarse ahora cierta tranquilidad hasta que el Pensum actual esté elaborado.

La cuestión del karma me resulta oscura, como también el problema del renacer personal o de la transmigración de las almas. Liberta et vacua mente, escucho con atención la creencia india en el renacer y paso revista a mi mundo de experiencias por si en algún aspecto o en alguna cosa encuentro algo que con razón pueda indicar la reencarnación. Prescindo naturalmente de los testimonios relativamente numerosos entre nosotros sobre la creencia en la reencarnación. Una creencia no me demuestra, naturalmente, más que un fenómeno de la creencia, pero no en absoluto el contenido creído. Éste debe revelárseme en sí mismo empíricamente para poder aceptarlo. Hasta hace pocos años no me ha sido posible, pese a la atención que prestaba a estas cuestiones, descubrir nada convincente en este sentido. Pero hace poco he observado una serie de sueños que me describían en proceso de reencarnación en una personalidad muerta que me era conocida. Ciertos aspectos hacen referencia a la realidad empírica, incluso con probabilidad no del todo descartada. Sin embargo, nunca pude volver a observar algo parecido, de modo que no disponía de comparación alguna. Puesto que mi observación es única y subjetiva, es mi intención exponer su existencia, pero no sus contenidos. Debo reconocer, sin embargo, que debido a esta experiencia considero el problema de la reencarnación con otros ojos, sin estar, sin embargo, en situación de poder defender una opinión concreta al respecto.

Si aceptamos que «allí» prosigue la vida, no podemos imaginarnos otra existencia que la psíquica; pues la vida de la psique no necesita espacio ni tiempo. La existencia psíquica, particularmente las imágenes internas de las que actualmente nos ocupamos, proporcionan la materia para todas las especulaciones míticas acerca de una existencia en el otro mundo, y ésta me la imagino como un progresor en el mundo de las imágenes. Así, la psique podría ser aquella existencia en la que se encuentra el «otro mundo» o «el país de los muertos». El inconsciente y el «país de los muertos» son en ese sentido sinónimos.

Desde el punto de vista psicológico, la «vida en el otro mundo» parece como una continuación inmediata a la vida psíquica de la vejez. Al ir avanzando la edad, la contemplación, la reflexión y las imágenes internas adquieren generalmente un papel cada vez más preponderante. «Tus ancianos tendrán sueños.» Esto presupone que las almas de los ancianos no se anquilosan o petrifican: sero medicina paratur cum mala per longas convaluere moras. En la vejez, el hombre comienza a rememorar los recuerdos y a reconocerse en las imágenes internas o externas del pasado. Esto constituye una introducción o preparación a una existencia en el otro mundo, tal como, según la concepción de Platón, la filosofía constituye una preparación a la muerte.

Las imágenes internas impiden que me pierda en mi mirada retrospectiva. Hay muchos hombres ancianos que quedan presos en el recuerdo de acontecimientos externos. Quedan presos en ellos, mientras que el pasado, cuando se refleja y traduce en imágenes, significa un «reculer pour mieux sauter». Yo intento ver la línea que me ha introducido en el mundo a través de la vida y que me lleva más allá del mundo.

En general las representaciones que se hacen los hombres acerca del otro mundo están determinadas por sus deseos y sus prejuicios. En la mayoría de casos sólo se vinculan al otro mundo representaciones iluminadas. Pero esto no me aclara nada. Puedo igualmente imaginarme que después de la muerte habitaremos en una bonita pradera florida. Si en el otro mundo todo fuera bello y hermoso, debería existir una comunicación amistosa entre nosotros y los espíritus puros y bienaventurados, y del estado de prenacimiento podrían derivarse consecuencias bellas y hermosas. Sin embargo, no es así. ¿Por qué esta insalvable separación entre los hombres y los difuntos? Por lo menos la mitad de las informaciones sobre encuentros con los espíritus de los muertos hablan de experiencias angustiosas con espíritus tenebrosos y es normal que el país de los muertos comporte un silencio helado de indiferencia ante el dolor de la soledad.

Si tengo en cuenta lo que en mí me habla del otro mundo, el mundo actual me parece mucho más unitario que el «otro mundo», en el que falta por completo la naturaleza antagónica. También allí hay «naturaleza» que a su modo es Dios. El mundo al que vamos después de morir será espléndido y terrible, tal como la divinidad y la naturaleza conocida por nosotros. Tampoco puedo imaginarme que dejen de existir las desgracias. Concretamente esto era lo que experimenté en mis visiones de 1944, la liberación de la carga del cuerpo y la percepción del sentido, profundamente satisfactoria. Sin embargo, también había allí oscuridad y una extraña ausencia de calor humano.

¡Piensen en las rocas negras a las que llegué! Eran oscuras y del granito más duro. ¿Qué significa esto? Si no existiera la imperfección, un defecto original en la base de la creación, ¿cómo se explicaría el impulso creador, el anhelo por satisfacerlo? ¿Por qué les interesa a los dioses el hombre y la creación? En la prosecución de la cadena Nidána hasta el infinito. ¿De dónde si no recibió Buda su dolorosa ilusión de la existencia, su quid non y el hombre cristiano espera un pronto fin del mundo?

domingo, 13 de octubre de 2013

Acerca de la Vida después de la Muerte - II


C. G. Jung

No fueron sólo mis propios sueños, sino también a veces los de otros, los que me formaron en la creencia sobre una vida posterior a la muerte, me la hicieron revisar o me la confirmaron. Fue de especial significado para mí el sueño que tuvo una muchacha de dieciséis años, dos meses antes de su muerte: llegaba al otro mundo. Allí había un aula en la que estaban sentadas, en los primeros bancos, sus amigas muertas. Reinaba expectación general. Buscó con la mirada el maestro o encargado de la clase, pero no halló a nadie. Se le indicó que ella misma era la encargada, pues todos los muertos inmediatamente después de morir debían entregar un informe sobre todas sus experiencias de la vida. Los muertos se interesaban sobremanera por las experiencias aportadas por los fallecidos y si los sucesos decisivos eran hechos o evoluciones en la vida terrena.

En todo caso, el sueño despertaba una desacostumbrada atención que difícilmente se hallaría en la tierra. Nos interesamos apasionadamente por el resultado final psicológico de una vida humana, que en ningún caso —según nuestra postura— es digno de atención, al igual que la conclusión que de ello pueda extraerse. Sin embargo, si el «público» se encontraba en un No-tiempo relativo, en el que «transcurso», «acontecimientos», «desarrollo» se han convertido en conceptos cuestionables, casi siempre podía sentir interés justamente por lo que en su estado le faltaba.

En la época de este año, la difunta tenía miedo de su muerte y quería apartar cuanto antes esta posibilidad de su conciencia. Sin embargo es uno de los «intereses» más importantes de los hombres que envejecen el llegar a comprender esta posibilidad. Se les presenta, por así decirlo, una cuestión ineludible a la que deben responder. A este fin debería poseer un mito de la muerte, pues la «razón» no le muestra más que la oscura fosa a la que se dirige. El mito, en cambio, podría presentarles otra imagen útil e ilustrativa de la vida en el país de los muertos. Si el hombre cree en ellos, o les concede siquiera algo de crédito, tiene tanta razón como le falta, igual que aquel que no cree en ellos. Mientras que el que los niega se enfrenta con la nada, el que se obliga al arquetipo sigue las huellas de la vida hasta la muerte. Ambos están en la incertidumbre, uno en contra de sus instintos, el otro de acuerdo con ellos, lo cual significa una considerable diferencia y ventaja a favor de este último.

También las figuras del inconsciente son «informales» y necesitan del hombre, o del contacto con la conciencia para llegar a ser «saber». Cuando comencé a ocuparme del inconsciente, las figuras de Elías y Salomé desempeñaron un importante papel. Luego se situaron en segundo plano, aunque volvieron a reaparecer al cabo de unos dos años aproximadamente. Para mi mayor asombro, no habían cambiado en absoluto; hablaban y se comportaban como si entretanto no hubiera sucedido nada en absoluto. Y sin embargo en mi vida habían ocurrido más hechos trascendentes. Hube de comenzar desde el principio, por así decirlo, y exponérselo y explicárselo todo. Esto me asombró mucho entonces. Más tarde comprendí lo que había sucedido: ambos, durante aquel intermedio habían permanecido en el inconsciente y en sí mismos; se podría también decir: inmersos en la intemporalidad. Siguieron sin contacto con el Yo y sus circunstancias cambiantes y por ello «ignoraban» lo que había sucedido en el mundo de la conciencia.

Ya muy pronto tuve la experiencia de que yo debía informar a las figuras del inconsciente, o a los francamente inseparables de él, los «espíritus de los descarriados». La primera vez lo experimenté en una excursión en bicicleta por Italia que realicé en 1911 con un amigo. En nuestro regreso llegamos desde Pavía a Arona, a la parte baja del lago Mayor y pernoctamos allí. Teníamos la intención de recorrer el lago y luego, a través de Tesino seguir hasta Faido. Allí queríamos tomar el tren hasta Zurich. Pero en Arona tuve un sueño que echó por tierra nuestros planes.

En el sueño me encontré en una reunión de ilustres espíritus de los primeros siglos y tuve una sensación semejante a la que luego experimenté frente a los «presentimientos sublimes» en mi visión de 1944 y que se encuentran en la piedra negra. La conversación tenía lugar en latín. Un señor con una larga peluca me habló y me planteó una difícil pregunta de cuyo contenido no logré acordarme al despertar. Le comprendí, pero no dominaba suficientemente el idioma para responderle en latín. Esto me avergonzó profundamente, hasta el punto de que la emoción me despertó. Ya en el instante mismo de despertarme recordé el trabajo que entonces realizaba, Wandlungen und Symbole der Libido y tuve tal sentimiento de inferioridad por la pregunta no contestada que tomé inmediatamente el tren hacia casa para dedicarme a este trabajo. Me hubiera resultado imposible proseguir la excursión en bicicleta y sacrificar a ella todavía tres días. Debía trabajar para hallar la respuesta. Sólo posteriormente comprendí el sueño y mi reacción: el señor de la peluca era una especie de «espíritu o antepasado muerto» que me había planteado su pregunta ¡y yo no supe dar respuesta! Entonces era todavía demasiado pronto, hasta aquí aún no había llegado; pero tuve una vaga sospecha de que a través del trabajo en mi libro respondería a la pregunta. Me había sido planteada en cierto modo por mis antecesores espirituales con la esperanza de que entonces oirían lo que en su época no pudieron experimentar; debía situarse en los siglos siguientes. Si la pregunta y su respuesta hubieran existido en la eternidad desde siempre, no hubiera habido necesidad de esfuerzo y lo hubieran podido descubrir en cualquier otro siglo.

Parece existir en la naturaleza un saber ilimitado que sólo puede ser captado por la conciencia bajo circunstancias de tiempo favorables. Sucede, probablemente, como en el alma del individuo: tiene durante muchos años un presentimiento en sí, pero sólo lo conoce verdaderamente en cierto momento posterior.

Cuando posteriormente escribí los Septem Sermones ad Mortuos fueron nuevamente los muertos los que me plantearon preguntas decisivas. Regresaban —así se dice— de Jerusalén, porque allí no hallaron lo que buscaban. Esto me extraño mucho entonces; pues, según opinión tradicional, son precisamente los muertos los que tienen el mayor saber. Se cree que saben mucho más que nosotros, porque el dogma cristiano admite que «en la gloria» miraremos la verdad «a la cara». Sin embargo, posiblemente las almas de los muertos no «saben» sino lo que sabían en el momento de su muerte y nada más. De ahí sus esfuerzos por penetrar en la vida para participar en el saber de los hombres. Frecuentemente tengo la sensación de que nos rondan  y esperan saber la respuesta que les daremos de los vivientes, es decir, de aquellos que les sobreviven y viven en un mundo continuamente cambiante y recibir respuestas a sus preguntas. Los muertos preguntan como si no dispusieran de la sabiduría total o de la conciencia absoluta, como si tan sólo pudieran penetrar en el alma corporal de los vivientes. El espíritu de los vivientes parece tener por lo menos una ventaja respecto al de los muertos, concretamente la capacidad de lograr conocimientos claros y decisivos. El mundo tridimensional en el tiempo y en el espacio me parece como un sistema de coordenadas: se separa en ordenadas y abscisas lo que «allí», en la intemporalidad e inespacialidad, puede mostrarse quizás como una prefiguración con muchas facetas, quizás como una difusa nube de conocimientos acerca de un arquetipo. Se requiere, sin embargo, un sistema de coordenadas para posibilitar la diferenciación de diversos contenidos. Una operación de esta naturaleza nos parece inconcebible en el estado de omnisciencia difusa o en el de una conciencia sin sujeto y sin localización espacio-tiempo. El conocimiento presupone, como la procreación, una oposición, un aquí y allí, un arriba y abajo, un antes y un después.

Si existe una existencia consciente después de la muerte, debe transcurrir, me parece, en el sentido de la conciencia de la humanidad que tiene siempre una delimitación superior, pero movible. Hay muchos hombres  que en el instante de su muerte no sólo se quedan por debajo de sus propias posibilidades, sino principalmente detrás de lo que ha sido comprendido por otros hombres de su época. De ahí su penetración a alcanzar en la muerte la parte consciente que no consiguieron en vida. He llegado a esta opinión por la observación de sueños sobre muertos. Así, por ejemplo, soñé una vez que visitaba a un amigo que había muerto unos catorce días antes. En su vida no había tenido más que ideología convencional, y permaneció en esta postura irreflexiva. Su vivienda se hallaba en una colina, semejante a la colina de Tülling, junto a Basilea. Allí había un viejo castillo, cuyas murallas rodeaban una plaza con una pequeña iglesia y algunos pequeños edificios. Me recordaba la plaza del castillo de Rapperswil. Era en otoño. Las hojas de los viejos árboles tenían un color dorado y tibios rayos de sol iluminaban el cuadro. Allí estaba sentado frente a una mesa mi amigo con su hija, que había estudiado psicología en Zúrich. Yo sabía que ella le explicaba algunas nociones de psicología. Él estaba tan fascinado por lo que ella le decía que me saludó sólo con un ligero movimiento de mano, como si quisiera hacerme comprender: «¡No me molestes!» El saludo era a la vez una negación. El sueño me decía que ahora él debía realizar la realidad de su existencia psíquica, de un modo y manera naturalmente ignorados por mí; debía hacer lo que nunca había sido capaz de hacer en vida. Posteriormente, al recordar el sueño, me vinieron a la mente las palabras: «Santos anacoretas esparcidos por las montañas...» Los anacoretas en la escena final de la segunda parte de Fausto son como una representación de los diversos grados de evolución que se complementan y elevan recíprocamente.

Otra experiencia sobre la evolución del alma después de la muerte la tuve cuando —aproximadamente un año después de la muerte de mi esposa— me desperté de pronto una noche y supe que había estado en su casa, al sur de Francia, en la Provenza y había pasado todo el día con ella. Ella realizaba allí estudios sobre el Santo Grial. Esto me pareció significativo, pues ella había muerto sin haber terminado el trabajo sobre este tema.

La explicación al nivel subjetivo —mi ánima no había terminado todavía el trabajo emprendido por ella— no me dice nada, pues sé que aún no lo he terminado; en cambio, la idea de que mi mujer después de muerta trabajaba todavía en su ulterior evolución espiritual, lo que siempre es dable imaginar, me pareció razonable, y por ello el sueño fue algo tranquilizador para mí. Representaciones de este tipo son naturalmente incorrectas y dan una imagen insuficiente, como un cuerpo proyectado en una superficie o como, a la inversa, la construcción de una figura tetradimensional a partir de un cuerpo. Parten de la definición de un mundo tridimensional, para tratar de explicárselo a ellos mismos, al igual que las matemáticas no escatiman esfuerzos para crear una expresión de relaciones que superen todo empirismo, también es propio de una fantasía disciplinada proyectar imágenes de lo inapreciable según principios lógicos y basándose en datos empíricos, como, por ejemplo, lo manifestado en los sueños. El método empleado para ello es el de «expresión necesaria», como le he llamado. Representa el principio de la amplificación en el significado de los sueños, pero puede fácilmente demostrarse enunciando todos los números sencillos.

El uno es como primer numeral, una unidad. Pero es también «la unidad», el uno, el Uno-todo, el único él sin dos, no un numeral sino una idea filosófica, o un arquetipo y atributo de Dios, el monos. Es correcto que el entendimiento humano haga tales declaraciones, pero se encuentra determinado y vinculado por la representación del Uno y sus implicaciones. No se trata, en otras palabras, de manifestaciones arbitrarias, sino que se encuentran determinadas por la naturaleza del Uno y son por ello necesarias.

La misma operación lógica podría realizarse teóricamente en todas las demás representaciones numéricas, pero pronto llega su fin a causa de la creciente cantidad de complicaciones que se hace interminable. Cada unidad posterior aporta nuevas propiedades y modificaciones. Así, por ejemplo, es una propiedad del número cuatro el que puedan solucionarse todavía las ecuaciones de cuarto grado, pero no, en cambio, las de quinto grado. Es, pues, una «expresión necesaria» del número cuatro que constituye el punto culminante y a la vez el fin de un aumento precedente. Así, con las unidades posteriores se plantea una o varias nuevas propiedades de naturaleza matemática, que complican hasta tal punto la expresión que no pueden ya ser formuladas.

La serie infinita de los números corresponde al número infinito de criaturas individuales. Se compone igualmente de individuos, y ya las  propiedades de sus diez miembros iniciales representan —si es que algo representan— una cosmogonía abstracta del monos. Pero las propiedades de los números son a la vez propiedades de la materia, por ello ciertas ecuaciones son capaces de predecir el comportamiento de la materia. Por ello, quisiera atribuir también a otras expresiones matemáticas de nuestro entendimiento la posibilidad de señalar realidades de tipo inaprensible. Me refiero, por ejemplo, a las creaciones de la fantasía que disfrutan del consensus omnium o que por la gran fantasía de sus apariciones son excelentes, y a los motivos arquetípicos. Hay ecuaciones matemáticas de las que se ignoran a qué realidad física corresponden; igualmente existen realidades míticas y en principio no sabemos a qué realidad psíquica se refieren. Así, por ejemplo, se han planteado ecuaciones que determinan la turbulencia de los gases al calentarlos, antes de que ello se hubiera investigado exactamente; desde hace mucho tiempo existen mitologemas que expresan el transcurso de ciertos procesos decrecientes que sólo actualmente podemos reconocer como tales.

El grado de conciencia que se alcanza constituye, me parece, el límite superior en conocimiento al cual también los muertos pueden llegar. Es por ello que la vida terrena tiene tanta importancia y es tan decisivo lo que un hombre «transmite» en el momento de la muerte. Sólo aquí, en la vida terrena, donde los extremos se tocan, puede elevarse la conciencia general. Esto parece ser la misión metafísica del hombre, que sin embargo sólo puede cumplir parcialmente sin mythologein. El mito es el grado de transición inevitable e imprescindible entre el inconsciente y el conocimiento consciente. Se afirma que el inconsciente sabe más que la conciencia, pero es un saber de tipo esencial, un saber en la eternidad, casi siempre sin relación al Aquí y Ahora, al margen de nuestro lenguaje racional. Sólo cuando le damos oportunidad de expresarse, amplificarse, tal como se mostró anteriormente con el ejemplo de los números, penetra en el reino de nuestro entendimiento y se nos hace perceptible un nuevo aspecto. Este proceso se repite de modo convincente en cada análisis de un sueño que realizamos. Por ello es tan importante no tener opiniones preestablecidas doctrinariamente sobre la expresión de los sueños. Tan pronto como se presenta una «monotonía del significado» se sabe que la interpretación se ha vuelto doctrinaria y por ello infructuosa.

Aunque no sea posible aportar una prueba válida sobre la vida del alma después de la muerte, existen, sin embargo, vivencias que dan que pensar. Yo las defino como signos, sin pretender ser lo suficiente osado para atribuirles el significado de conocimientos.

Una vez estaba despierto por la noche y pensaba en la repentina muerte de un amigo que había sido enterrado el día anterior. Su muerte me preocupaba mucho. De pronto tuve la sensación de que estaba en mi habitación. Me parecía como si estuviera a los pies de la cama y me pidiera que fuera con él. No tuve la sensación de una aparición, sino que se trataba de una imagen de él visual interna, que me la expliqué como una fantasía. Hube de preguntarme: ¿Tengo alguna prueba acerca de que se trata de una fantasía? Si no fuera una fantasía, mi amigo estaría aquí realmente y, en cambio, si yo le creía una fantasía, ¿no sería esto una insolencia? Sin embargo, tampoco disponía de prueba alguna de que se tratara de una aparición, es decir, de que estuviera «verdaderamente» ante mí. Entonces me dije: ¡Fuera demostraciones! En lugar de explicármelo como una fantasía podía con igual derecho aceptarlo como aparición y siquiera concederle realidad. En el instante en que pensé esto él se fue hacia la puerta y me hizo señas de seguirle. Debía, por así decirlo, cooperar. ¡Pero esto no estaba previsto! Por lo tanto, hube de repetir mi argumentación. Sólo después de ello le seguí en mi fantasía.

Me condujo fuera de la casa, al jardín, a la calle y finalmente a su casa. (En la realidad su casa estaba a una distancia de unos cien metros de la mía.) Entré y me condujo a su despacho. Se subió a un taburete y señaló el segundo de los cinco libros encuadernados en rojo que estaban en el segundo estante superior. Luego la visión desapareció. Yo no conocía su biblioteca y no sabía qué libros poseía. Además, desde abajo no había podido ver el título del libro que me señalaba.

El caso me pareció tan extraño que, a la mañana siguiente, fui a ver a la viuda de mi amigo y le pregunté si me permitía echar una ojeada a la biblioteca del difunto. Realmente bajo la estantería vista en sueños había un taburete y vi desde abajo los cinco libros encuadernados en rojo. Subí al taburete para poder leer el título. Eran traducciones de las novelas de Emile Zola; el título del segundo volumen decía: El legado de los muertos. El contenido me pareció intrascendente, pero el título guardaba una relación sumamente importante con mi vivencia.

Tuve otra vivencia, que me dio que pensar, la tuve ante la muerte de mi madre. Cuando murió, yo me encontraba en Tesino. Quedé sobrecogido por la noticia, pues su muerte llegó inesperadamente. La noche anterior a su muerte tuve un sueño terrible: me hallaba en un bosque espeso, tenebroso. Había enormes bloques de roca entre imponentes árboles, propios de la selva virgen. Era un paisaje heroico, primitivo. De repente oí un silbido estridente que parecía resonar a través del universo. Las rodillas me temblaban de espanto. Entonces se oyó un ruido en un matorral y saltó un enorme lobo con terribles fauces. Su visión me heló la sangre en las venas. Pasó ante mí como una flecha y yo supe que el cazador salvaje le había ordenado que capturase un hombre. Me desperté con espanto de muerte y al día siguiente recibí la noticia de la muerte de mi madre.

Raramente me ha impresionado tanto un sueño de este tipo, pues, considerado superficialmente, parecía significar que el demonio fue en busca de mi madre. En realidad, sin embargo, el cazador salvaje era el «cazador de los bosques» que aquella noche, en los días ventosos de enero, cazaba con sus lobos. Era Wotan, el dios de los antepasados alemanes, quien «reunía» a mi madre con sus antepasados. Sólo por los misioneros cristianos Wotan se convirtió en el diablo. En sí mismo es un dios importante —un Mercurio o Hermes, como supieron muy bien los romanos; un espíritu de la naturaleza que surgió nuevamente en la leyenda del Grial en Merlin y, como Spiritus Mercurialis, se convirtió en el arcano buscado por los alquimistas. Así, el sueño decía que el alma de mi madre había sido acogida en aquella gran relación del Mismo, a la otra parte del mundo cristiano moral, es decir, al conflicto antagónico que abarca a la totalidad de la naturaleza y el espíritu.

Marché inmediatamente a casa y cuando de noche estaba sentado en el tren experimenté una sensación de gran tristeza, pero en el interior de mi corazón no podía sentirme triste y concretamente por una extraña razón: durante todo el viaje oí continuamente música de baile, risas y charlas alegres, como si se celebraran unas bodas. Esta vivencia se encontraba en crasa oposición a la terrible impresión del sueño. Aquí se oía alegre música, risas gozosas y me resultaba imposible abandonarme a la tristeza. Constantemente la tristeza quería embargarme, pero de nuevo me sentía entre alegres melodías. Era un sentimiento de calor y alegría por una parte y espanto y tristeza, por otra, un incesante cambio de contrastes afectivos.

La oposición se explica porque la muerte en parte se representa por el punto de vista del Yo y en parte por el del alma. En el primer caso parece una catástrofe, es decir, como si poderes despiadados y malos hubieran exterminado a un hombre.