sábado, 10 de agosto de 2013

El Alma Infantil

Por Marion Woodman

He observado que las personas tienden a reproducir la pauta de su nacimiento cada vez que la vida les exige acceder a un nuevo nivel de conciencia. Entran entonces en cada nueva espiral de crecimiento de la misma manera que entraron en el mundo. Por ejemplo, si el nacimiento fue fácil, tienden a encarar las transiciones con valentía y con una confianza natural. Si el nacimiento fue difícil, sienten mucho miedo, manifiestan síntomas de ahogo y padecen de claustrofobia (psíquica y física). Si nacieron prematuramente, tienden a actuar con precipitación, mientras que si lo hicieron más tarde de la fecha prevista, el proceso de renacimiento puede ser muy lento. Si nacieron de nalgas, serán propensos a recorrer, la vida "como los cangrejos", y si lo hicieron por cesárea, es posible que eviten los enfrentamientos. Si su madre recibió muchos calmantes, puede que lleguen al nuevo umbral de transición llenos de energía y entonces, de pronto, sin motivo aparente, quizá se detengan o inicien un proceso de regresión, esperando a que sea otra persona la que haga algo. A menudo, es en este punto cuando reaparecen las adicciones -comer desconsoladamente o no comer nada, beber, dormir, trabajar demasiado; cualquier cosa con tal de no enfrentarse al hecho real de estar moviéndose en un mundo lleno de desafíos.

En los sueños aparecen muchos bebés encantadores y también muchos pequeños tiranos que necesitan una disciplina estricta y afectuosa. Sin embargo, cada niño es notablemente distinto de los demás. El niño abandonado puede aparecer entre juncos, en medio de un pajar, en un árbol; casi siempre en algún lugar perdido o remoto. Es un niño radiante, fuerte, inteligente y sensible. Con frecuencia es capaz de hablar a los pocos minutos de haber nacido. Y tiene Presencia. Es el niño dios, el portador de la "dura y amarga angustia" del nuevo designio divino, la agonía de los Reyes Magos de Eliot. Cuando él nace, los antiguos dioses deben desaparecer.

La psique tiene una inclinación natural a la plenitud y es por ello que el Yo intenta propulsar su parte ignorada hacia adelante para que se la reconozca. Esta parte contiene energías del más alto valor; el oro en el estiércol. En la Biblia, la piedra que fue rechazada se convierte en la piedra angular. Se manifiesta en un cambio brusco o sutil de la personalidad o, a la inversa, en un fanatismo que el ego adopta para mantener marginada la nueva y amenazadora energía. Si el ego fracasa en atravesar el canal del nacimiento psíquico, surgen síntomas neuróticos que se manifiestan física y psíquicamente. El sufrimiento puede ser intenso, pero se basa en la adoración de falsos dioses; no se trata del auténtico sufrimiento que acompaña a todo esfuerzo por integrar la nueva vida. El neurótico siempre va un paso por detrás de su propia realidad. Cuando debiera madurar, se aferra a los desatinos juveniles. Nunca es coherente consigo mismo o con los demás ni está donde aparenta estar. Lo que no puede hacer es vivir en el ahora.

La vida diaria empuja a muchas personas hacia la plenitud pero, como no comprenden los ritos de iniciación, no pueden entender lo que les sucede. Durante todo el día fingen estar felices y de vuelta en su casa lloran toda la noche. Tal vez han sido abandonadas por alguien a quien amaban, tal vez se deben enfrentar a una enfermedad mortal, tal vez un ser querido ha fallecido, tal vez, y esto es lo peor de todo, las cosas les van mal sin ningún motivo aparente. En cualquier caso, si carecen de toda noción de los ritos de pasaje, se perciben a sí mismas como víctimas incapaces de afrontar el abrumador Destino que se cierne sobre ellos abrumador. El sin sentido de su sufrimiento las induce a evadirse mediante la comida, el alcohol, las drogas o el sexo. O quizás se rebelen en contra los dioses, gritando: "¿Por qué a mí?".

A estas personas se les presenta la posibilidad de renacer a una vida diferente. Los fracasos, los síntomas, los sentimientos de inferioridad y el agobiante peso de sus problemas se convierten en el aguijón que las impulsa a renunciar a las ataduras superfluas. De este modo, la posibilidad de renacer brota de entre las ruinas del pasado. Es por esto que Jung subrayaba la finalidad positiva de la neurosis. Pero, no entendiéndolo, la gente se aferra a lo conocido, se niega a hacer los sacrificios necesarios, se resiste al crecimiento. Incapaz de abandonar lo habitual, es incapaz también de abrirse a la nueva vida.

Sin ritos culturales en que apoyarse cuando se salta de un nivel de conciencia a otro, no hay muros de contención para encauzar el proceso. Sin comprender los mitos o la religión, o la relación entre muerte y renacimiento, destrucción y construcción, el individuo padece los misterios de la vida como un caos carente de sentido, y lo hace a solas. Entonces pueden surgir las adicciones como una forma de aliviar el sufrimiento absurdo, como un intento de reprimir las contradictorias exigencias del proceso de crecimiento que las estructuras culturales han dejado de aclarar o contener.

Cuando empieza el psicoanálisis el paciente se encara con una pregunta acuciante: "¿Quién soy yo?". Pero el problema inmediato que se plantea en cuanto empiezan a aflorar las emociones suele ser la escisión psique/soma. Si bien las mujeres tienden a hablar más que los hombres acerca de su cuerpo, en nuestra cultura ambos sexos están dolorosamente desconectados de su propia experiencia corporal. Las mujeres dicen: "no me gusta este cuerpo"; los hombres dicen "me duele". El hecho de que se refieran a su cuerpo en tercera persona revela claramente su alienación. Es posible que hablen de "mi corazón", "mis riñones", "mis pies", pero su cuerpo como un todo está despersonalizado. Es por ello que suelen afirmar: "no siento nada del cuello hacia abajo. Experimento sentimientos en mi cabeza pero nada en mi corazón". Su falta de respuesta emocional ante una imagen onírica poderosa refleja la escisión; sin embargo, cuando ubican dicha imagen en su cuerpo mediante un ejercicio de imaginación activa, sus músculos se estremecen con el dolor reprimido. El cuerpo se ha convertido en el potro de tormento. Si la persona siente ansiedad, obliga al cuerpo a pasar hambre o lo atiborra de comida, lo droga, lo intoxica, lo fuerza a vomitar, abusa de él hasta el agotamiento o lo empuja a reacciones frenéticas contra la autodestrucción y, cuando este animal magnífico envía señales de advertencia, se lo silencia con píldoras.

Mucha gente puede escuchar a su gato más inteligentemente que a su propio cuerpo despreciado. El gato corresponde con amor a sus cuidados, mientras que el cuerpo se verá obligado a lanzar gritos estremecedores para hacerse oír. Antes de que los síntomas se manifiesten, las llamadas de ayuda aparecen en los sueños: un elefante recién nacido y abandonado, un gatito medio muerto de hambre, un perro al que se le ha roto una pata. Casi siempre el animal herido trata de llamar la atención de la persona que sueña, a veces con suavidad y otras con insistencia, y puede que ésta responda a la llamada o puede que no. En los cuentos de hadas, un animal amistoso suele conducir al héroe o a la heroína a su objetivo, porque el animal es el instinto que sabe cómo obedecer a la diosa cuando falla la razón.

Es posible que el grito emitido por el cuerpo abandonado, el grito que se manifiesta en forma de síntoma, sea el llanto del alma que no encuentra otro modo de hacerse oír. Si hemos pasado toda la vida ocultos detrás de una máscara, tarde o temprano -con suerte- la máscara se hará añicos. Entonces tendremos que mirar en el espejo y ver la realidad de nuestro rostro. Es posible que nos espantemos. Es posible que veamos la mirada horrorizada de nuestro propio niño diminuto, ese niño que nunca ha recibido amor y que ahora nos implora atención. Es un niño solitario, abandonado incluso antes de que saliéramos del útero, o al nacer, o cuando empezamos a complacer a nuestros padres y aprendimos a hacer lo que nos pedían a fin de que se nos aceptara. Con el transcurso de la vida quizá hemos seguido abandonando a nuestro niño para complacer a los demás -maestros, profesores, jefes, amigos, socios e incluso analistas-. Ese niño que es nuestra propia alma clama su dolor oculto tras los escombros de nuestras vidas, a menudo desde el centro mismo de nuestros peores complejos, suplicando que le digamos: "No estás solo. Yo te quiero".

Lo que sigue es el relato de un sueño infantil recurrente que acosó a una mujer hasta que, cumplidos los cincuenta años, logró enfrentarse a él en sus sesiones de psicoanálisis:

Tengo cuatro o cinco años. Estoy con mi madre en un edificio atestado de gente, probablemente unos grandes almacenes. Mi madre viste ropa oscura, un abrigo y un sombrero negros o marrones, y sólo le veo la espalda. Al salir del edificio la muchedumbre me retiene y mi madre, sin darse cuenta, se aleja y desaparece. Trato de llamarla, pero no me oye; nadie puede oírme. Tengo mucho miedo, no únicamente de estar perdida sino también de que mi madre no se haya dado cuenta y de que nos hayamos separado.

Salgo del edificio a una escalinata larga, de peldaños anchos, parecida a la que hay en la entrada de la National Gallery de Londres, sólo que más alta. Desde arriba veo que conduce a una gran plaza en la que no hay ningún objeto, aunque hay otras escalinatas similares que llevan a los edificios que la rodean. La plaza, los peldaños y los edificios son muy blancos y están muy limpios. Con la mirada recorro la plaza esperando ver a mi madre pero no la veo por ninguna parte. Estoy sola en lo alto de la escalinata. En la plaza hay otras personas, pero nadie se da cuenta de mi presencia. Sé que nada de lo que haga servirá para que me vean.

El pánico me paraliza y me siento abrumada por la sensación de estar perdida, de que me han abandonado. Es como si hubiera dejado de existir para mi madre, que ya no se preocupará de volver a buscarme, es posible que incluso se haya olvidado de que existo; de hecho, no existo para nadie, no consigo que nadie se dé cuenta de que existo.

Por un momento, y simultáneamente, soy un observador adulto que desde el otro lado de la plaza ve a la niña sola en lo alto de la escalinata tratando de hacerse notar. Yo también soy este observador, una mujer adulta que siente una enorme compasión por la niña y que desea consolarla y darle ánimos, pero que no logra acercársele. Algo -el inconsciente de las otras personas o el pánico propio de la niña-imposibilita la comunicación entre la niña y este adulto preocupado y comprensivo.

La mujer asociaba este sueño con el cuadro de Edward Munch “El grito”, que despertaba en ella un pánico similar. "El fondo es oscuro y tenebroso", dijo, "mientras que en mi sueño el entorno es muy claro, blanco, nítido, con sólo unas pocas siluetas oscuras, irreconocibles pero también nítidas. El personaje que grita intenta escapar de su entorno; la niña de la escalinata intenta vincularse al suyo." Muchos hombres y mujeres viven atrapados en su muda desesperación hasta que optan por ayudar a ese niño interior.


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