jueves, 5 de diciembre de 2013

El Zen como forma extrema de lo Irracional Numinoso - III (Final)

Por Rudolf Otto

Podemos encontrar correspondencias en nuestros propios místicos, por ejemplo, en el Cristianismo verdadero de Johann Amdt:

«El Espíritu Santo, maestro celestial, nos instruye sin esfuerzo ni trabajo, y nos trae a la mente todo en un momento, iluminando nuestro entendimiento con toda celeridad y sin esfuerzo» (V, 1,3, 2).

Se trata de un «acontecer» y, en concreto, de un acontecer «momentáneo»: «Entonces acontece a menudo, como si dijéramos en un momento, el tesoro oculto en nuestra alma» (véase W Koepp, Johann Amdt. Eine Untersuchung über die Mystik im Luthertum, 1912, p. 232. Koepp denomina a este elemento momentáneo, con acierto, «chispazo», «lo súbito», repitiendo con ello el término empleado por el zen).

Correcto.
¿Cuál es el ojo de la ley verdadero?
En todas partes.
¿Cuál es el camino?
Hacia delante.
¿Por qué no puede hacerse uno monje sin permiso de los padres?
¡Superficial!
No lo entiendo.
Profundo.
¿Cómo se posee un ojo (vidente) en una pregunta?
Ciego.

O también un sermón como el que sigue: Ummon está sentado en su cátedra. Un monje se acerca y le pide respuesta para sus preguntas. Ummon grita: ¡Oh monjes! Entonces, todos los monjes se vuelven a él. Y el maestro se levanta y abandona en silencio la sala.

5. En todo esto intenta expresarse, mediante declaraciones, actos y gestos enteramente paradójicos, algo que es en sí mismo completamente irracional y pura paradoja. Su índole paradójica —y a la vez, su carácter plenamente interno, pues se opone a toda aparición externa y a todo afán de exhibición— se pone de manifiesto en un rasgo especialmente llamativo: su experiencia debe ser y permanecer plenamente interior, retrocediendo desde la esfera de la conciencia, el discurso y la expresión hasta el ámbito de la más profunda interioridad. Uno debe portarla en sí mismo como porta su propia salud, de la que sólo llega a tener noticia cuando la pierde, o como porta su propia vida, que es aquello de lo que tanto menos se sabe y tanto menos se habla cuanto más pujante y viva está. De ahí precisamente surgen esas afirmaciones de los maestros, aparentemente chocantes, como cuando dicen que no quieren saber ni oír nada de Buddha o del propio zen. Cuando se llega a tener conciencia de todas estas cosas, es porque ya no se poseen de forma originaria y auténtica. Y cuando uno comienza a razonar acerca de ellas, ya han desaparecido: «Cuando empieza a hablar el alma, iay!, es porque ya no habla el alma!». De la misma manera que la nobleza que toma conciencia de sí misma deja de ser nobleza, el zen que habla acerca del zen deja de ser zen. Así, Goso le dice a su discípulo Yengo:

«Contigo todo va bien. Sólo tienes un pequeño defecto». Yengo pregunta repetidamente: «¿Cuál?». Finalmente, el maestro le dice: «Tienes demasiado zen encima».

Otro monje le pregunta: «¿Por qué odias que se hable de zen?». «Me estomaga», responde el maestro. Lo que le causa repulsión es que se quiera hablar de algo que no debe ser discutido, sino vivido en una profundidad libre de palabras. Y de este sentimiento surgen luego acciones aparentemente impías. Por ejemplo, la del maestro que, un día frío, se calienta quemando imágenes de Buddha. O las alusiones despectivas a los conceptos de la propia religión, fruto de una objetivación. Así, por ejemplo, cuando Rinzai dice: «Oh vosotros, perseguidores de la verdad. Cuando acertáis en Buddha, lo matáis. Cuando acertáis en el patriarca, lo matáis». O cuando Ummon, un día, traza con su bastón una línea en la arena y dice: «Ahí están todos los budas, innumerables como la arena, hablando de tonterías».

O, en otra ocasión: «Ahí fuera en el patio están el dios celestial y Buddha, hablando de budismo. ¡Vaya ruido arman!».

Con todo, el discurso puede también, llegado el caso, cambiar de registro y adoptar un tono completamente distinto. Puede, por ejemplo, apuntar de forma queda, insinuante, al lenguaje de las cosas que nos rodean, con la esperanza de que éste se torne perceptible para el discípulo. Así, por ejemplo, Ummon, yendo un día hacia la sala de enseñanza, escucha de repente el sonido profundo de la campana del templo y dice: «En este ancho, ancho mundo, ¿por qué nos seguimos preocupando por las vestiduras monacales, si la campana suena de esta manera?».

De tales indicaciones se ha apropiado, muy especialmente, la pintura budista. Así, por ejemplo, las palabras de Ummon que acabamos de citar han sido trasladadas a la pintura en el cuadro titulado La campana del templo al atardecer. Allí está el ancho, ancho mundo. Y puede verse, medio difuminado, el monasterio. Los trazos de escritura que acompañan al cuadro se refieren al sonido de la campana. Uno tiene la impresión de oírla. Pero nada de esto es «sentimiento de la naturaleza».

Es zen. Y zen también es el elemento paradójico contenido en algunos cuadros que, hoy día, podrían ser interpretados como forma precoz, oriental, de «expresionismo»: por ejemplo, esos raros paisajes, profundamente impresionantes, en los que unas pocas manchas, a primera vista casi indescifrables, quintaesencian un mundo completo en miniatura, con un laconismo típicamente zen, haciendo de él un ideograma de lo inefable-incomunicable. Aquí, efectivamente, se hace visible el nirvána en el samsára, y el corazón único de Buddha, como dimensión profunda de las cosas, late con un pálpito tan claramente perceptible que corta el aliento.

Pero todo esto es ya «decir» demasiado.

El satori del que habla el zen, y especialmente la vivencia de Bukko, quizá se pueda comparar con lo que cuenta acerca de sí mismo Alfred Tennyson en sus Memorias:

Había pasado la tarde en una gran ciudad, con dos amigos. Habíamos estado leyendo y discutiendo de poesía y filosofía. Nos separamos hacia medianoche.

Me quedaba un largo viaje hasta llegar a casa. Mi alma, que estaba todavía profundamente bajo el influjo de las ideas, imágenes y sentimientos suscitados por la lectura y la conversación, se hallaba tranquila y sosegada.

Me encontraba en un estado de gozo reposado, casi pasivo. Propiamente hablando, no pensaba, sino que dejaba que los pensamientos, las imágenes y los sentimientos se deslizasen, por así decir, por mi mente. De repente, de una forma completamente inesperada, me vi envuelto en una nube de tonos flamígeros. Por un momento, pensé que se trataba de un fuego, de un incendio que sucedía en algún lugar cercano. Pero al momento advertí que el fuego estaba dentro de mí mismo. Entonces me sobrevino un sentimiento de júbilo, de alegría sin límites, acompañado o seguido inmediatamente por una clarividencia indescriptible. Así, entre otras cosas, vi —no se trataba de una mera creencia, sino que efectivamente veía— que el Todo no está formado de materia inerte sino que, al contrario, es una presencia viva; que el orden del mundo es tal que, sin excepción ni azar alguno, todas las cosas actúan unas sobre otras de la mejor manera posible.

Esta visión duró pocos segundos. Luego pasó, Pero su recuerdo, y el sentimiento de realidad de lo que mostró, ha seguido vivo durante los veinticinco años transcurridos desde entonces.

La diferencia entre esto y la pura vivencia del zen es, en todo caso, que el contenido de la experiencia de Tennyson se aproxima mucho más que la del zen a lo conceptual y a lo nombrable. Pues la actitud del hombre occidental, mucho más conceptual, viene quizá a falsificar la propia experiencia en la interpretación posterior que de ella se ensaya.

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