Por Rudolf Otto.
El momento irracional de lo numinoso, hemos dicho, es un elemento constitutivo de toda religión. Puede aparecer y sentirse de forma más difusa o más clara, puede quedar encubierto bajo el aspecto racional o, por el contrario, liberarse de él e irrumpir con fuerza. Puede acentuarse hasta aparecer como lo incomprensible y lo inaprehensible, y más aún, presentarse como antinomia o paradoja completa, desconcertante. Esto último sucede, por ejemplo, en lo que hemos denominado «serie de pensamientos a la manera de Job» (Lo Santo pp. 111-115). También hemos visto qué fuerza tiene ésta en Lutero. Su expresión más intensa la hallamos en las siguientes palabras, tomadas de su Comentario a la Carta a los Romanos (1515-1516):
Nuestro bien está escondido, y tan profundamente que se halla escondido bajo su contrario. Así, nuestra vida está escondida bajo la muerte, la justicia bajo el pecado, la virtud bajo la falta de firmeza. Y, en general, cualquier afirmación nuestra de un bien está bajo la negación del mismo, para que quepa la fe en Dios, que es esencia negativa y bondad y sabiduría y justicia, y no puede ser poseído ni tocado si no se niegan antes todas nuestras afirmaciones. Así pues, nuestra vida está escondida con Cristo en Dios, esto es, en la negación de todo lo que se puede poseer o comprender (II, p. 219)1.
Allí donde tal elemento irracional se hace preponderante, se toma también plena conciencia del carácter misterioso del objeto trascendente. Y esto tiene como resultado una decantación «mística». Con ello, es propio de la mística insistir en los aspectos irracionales, las antinomias y las paradojas, y también, llegado el caso, solazarse en ellas y practicar con ellas una suerte de juego de la perplejidad. La mística ama los enunciados imposibles, las coincidentiae oppositorum, las afirmaciones que para el hombre común no son sólo desconcertantes sino directamente escandalosas. Y su esencia no se encuentra tanto en el «sistema» que construye cuanto en esta hostilidad hacia lo comprensible, este juego descarado, desafiante y osado. Y emplear tales afirmaciones para formar un sistema significa echar en saco roto el elemento fundamental. Tal cosa resulta especialmente evidente en el caso de Eckhart, quien experimenta un placer secreto por expresiones cada vez más osadas, que en algunos casos sobrecogen y suenan a blasfemia. Lo mismo ocurre en Angelus Silesius, sólo que en su caso todo esto se convierte a menudo en puro juego de ingenio. Y es que, como se ha observado repetidamente, el combate serio con las paradojas de lo irracional, cuando uno se ha acostumbrado a ellas, se convierte en mero estímulo y acicate para pasatiempos de «genialidad» manierista y baratas agudezas de ingenio, que luego quedan depositadas en la literatura y en las artes figurativas como mero ejercicio de prestidigitación con lo estrafalario, lo desconcertante, lo inaudito y, llegado el caso, lo disparatado: comida picante para paladares «expresionistas» y asimilados.
Este último proceso puede observarse también, en alguna medida, en las corrientes zen y za-zen del budismo oriental. Llegado el caso, también el zen desemboca en lo estrafalario, lo disparatado y lo insensato, o bien en la ocurrencia picante, el bonmot, la complacencia en lo curioso o lo inesperado en general. Pero, en su esencia, tiene un origen perfectamente serio en el elemento irracional de lo numinoso. Por lo demás, este elemento está en él acentuado hasta un extremo tal que nosotros, que estamos determinados predominantemente por los aspectos racionales de la religión, en un primer momento no somos siquiera capaces de advertir que aquí se trata de religión, más aún, de una religión inusualmente intensa y profunda. El zen es, de hecho, lo irracional en extremo, casi desvinculado de todos los esquemas racionales. Cuando se advierte esto, el fenómeno en su conjunto, que en un principio resulta completamente enigmático, se torna comprensible y clasificable.
Zen, en sánscrito dhyána, es el nombre que recibe una importante escuela de budismo chino-japonés, cuyo mayor santo es Bodhidharma.
Su forma actual, todavía viva en Japón, le fue conferida hacia el año 800 de nuestra época por el maestro chino Hyakujo. La base doctrinal en que se funda es el Maháyána. Como también su culto, su mitología y su «cosmos divino» (si cabe en general emplear esta expresión, tan equívoca, a propósito del Mabáydna). El elemento solemne de lo numinoso, que gravita en general sobre los cultos budistas y sobre la actitud de su monacato más refinado, impregna también sus maravillosos templos, galerías, imaginería religiosa, actos de culto y comportamientos personales.
A diferencia de la gran escuela principal del budismo japonés, la Shinshü*, que tiene una orientación esencialmente personal y busca la redención en el trato personal con la gracia salvífica del buda personal Amida, los monjes zen son «místicos». Pero se trata de «místicos prácticos», que unen, como Benito de Nursia, el ora y el labora. Al igual que los benedictinos, trabajan los campos y se dedican al trabajo manual, o también, dependiendo de sus talentos, a la actividad creativa, como autores de grandes obras pictóricas y escultóricas. «Quien no trabaja tampoco debe comer», era la máxima de Hyakujo. Sin embargo, nada de todo esto constituye su rasgo esencial. Una vez, en un agradable y tranquilo monasterio de Tokyo le pregunté a un anciano y venerable abad cuál era «la idea fundamental» del zen. Apremiado por una pregunta semejante, tuvo que responder con una «idea». Dijo: «Nosotros creemos que el samsára y el nirvána no son cosas distintas, sino lo mismo. Y que todo el mundo debe descubrir el corazón de Buddha en su propio corazón». Lo cierto es que tampoco esto es el punto principal, pues como tal vale algo que no es ni «dicho», ni «doctrina», ni «tradición». El punto principal del zen no es una idea fundamental, sino una experiencia, que se sustrae no sólo al concepto, sino incluso a la propia idea.
El zen revela su esencia en los siguientes momentos, que sus artistas han sabido poner ante los ojos con incomparable fuerza y sin necesidad de palabras, recurriendo al gesto, al ademán, la compostura, la expresión del rostro y el cuerpo.
1. Hay que contemplar, ante todo, la imagen del propio Bodhidharma. Un hombre grave, enérgico, «que se pasó nueve años sentado en silencio ante una pared», recogiendo o, mejor dicho, condensando toda la fuerza de su tensión interna, como una botella de Leiden muy cargada; sus grandes ojos parecen a punto de saltar fuera del cuerpo, debido a la presión interna, y se clavan en lo ansiado. Son ojos de exorcista, que pretende conjurar a un demonio o a un dios, para que revele y entregue su secreto y su propio ser. ¡Quién se atrevería a decir qué mira, qué pretende forzar! Pero estos rasgos ponen de manifiesto que se trata de algo enorme, de algo que es la desmesura misma. Las grandes imágenes de Bodhidharma son, por ello, también «desmesuradas» o «enormes» en todos los sentidos del término. Salta inmediatamente a la vista que esta figura sedente busca algo de lo que pende todo, algo frente a lo cual todo lo demás resulta indiferente, un algo que, en suma, sólo puede poseer lo numinoso. Y quien se entrega a la contemplación de esta imagen debe experimentar él mismo un ligero espanto ante aquello que se refleja en estos ojos, en esta contención.
2. Pero, a la vez, este recogimiento es cualquier cosa menos cavilación, un forjarse a sí mismo o un querer hallarse a sí mismo. Y el hallazgo final no es tampoco, por cierto, el resultado de la propia habilidad, del propio «obrar». La redención que acompaña a este hallazgo es lo más contrapuesto que quepa pensar a una «autorredención». Las afirmaciones de algunos intérpretes del budismo, que pretenden ver la superioridad de éste en el hecho de que enseña la «autorredención», marran completamente. El hallazgo es, más bien, un estallido final, una deflagración que acontece simplemente como hecho místico pleno, pero que no puede ser causada por nada. Sencillamente, se da o no se da. Ningún hombre puede causarla, producirla, hallarla por sí mismo. Tampoco cabe denominarla «gracia», pues para poder hablar de «gracia» se necesita que alguien la otorgue. Con todo, se trata de algo emparentado, en la medida en que con «gracia» y «vivencia de la gracia» mentamos también el puro misterio portentoso. Es el abrirse del ojo celeste, y se puede comparar antes al comienzo de un hechizo que a una «autorredención».
3. ¿Cuál es el contenido de tal hallazgo? Los labios de quienes lo viven permanecen, a este respecto, firmemente cerrados. Y deben estarlo, pues si algún dogma existe en esta escuela, ése es precisamente el de la imposibilidad de pensar hasta el final, el de la completa inefabilidad de la cosa misma. Se trata de la «verdad» a la que todo remite, que transforma de golpe la vida en su conjunto, que confiere a la totalidad de la existencia propia y del entorno un sentido que hasta el presente había pasado inadvertido, incomprendido. Viene acompañada de una suma excitación del ánimo y una dicha sin límites. Está vinculada a un continuo «estudio de lo impensable», pero este estudio no es de carácter intelectual, sino una penetración cada vez más profunda, y en sí misma indescriptible, en la verdad del zen, así descubierta. Irradia también sobre el modo de vida y brilla en los rostros de quienes la viven. Les otorga además capacidad de entrega, pues el sentido de la vida viene a ser ahora el servicio para conseguir la salvación de todos «los seres que sienten».
Y se revela en un voto cuádruple que se repite a menudo:
Por innúmeros que sean los seres que sienten, yo prometo salvarlos a todos.
Por inagotable que sea la pasión perversa, yo prometo extinguirla.
Por insondables que sean las santas doctrinas, yo prometo estudiarlas.
Por inaccesible que sea el sendero de los budas, yo prometo alcanzarlo.
Proyecta la mente hacia un ideal supremo, pero a la vez obliga a renunciar a todo renombre, a aceptar la humildad voluntaria:
Aunque su ideal sea tan alto como la corona de Vairocana (el supremo entre todos los budas): Su vida debe estar tan llena de humildad que se prosterne ante los pies de un niño.
Pero toda disciplina personal y toda acción por los demás se hace sin coacción y «sin mérito», sin conciencia de uno mismo, sin ejercer presión sobre las cosas y sin obtención de mérito para uno mismo, sin intención:
La sombra del bambú roza los escalones:
sin que se mueva un átomo de polvo.
La luz de la luna penetra hondo en el fondo del estanque
pero no deja huella en el agua.
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