Por Carl G. Jung
La Mater Alchimia no es algo primigenio o inicial, sino una época, que aproximadamente comienza con la era cristiana y en los siglos XVI-XVII da a luz la era científico-natural, para después marchitarse desconocida y mal interpretada y hundirse como una etapa agotada en la corriente de los siglos. Pero, como toda madre alguna vez fue hija, así también la alquimia: su ser propio nace de aquellos sistemas Gnósticos que Hipólito concibe con justicia como de filosofía (natural), y que con ayuda, por una parte, de la filosofía clásica griega, y por otra de la mitología griega, cercano oriental y egipcia, así como de la dogmática cristiana y la Kabbalah judía, realizó la tentativa, de alto interés para la perspectiva moderna, de alcanzar una concepción total del mundo en que lo físico y lo místico desempeñaran papeles gemelos. Si este propósito se hubiese logrado, el mundo no habría llegado a vivir el espectáculo singular de dos concepciones del mundo simultáneas y en curso paralelo, que no quieren o no pueden saber nada la una de la otra. San Hipólito estaba aún en la envidiable posición de poder comparar la doctrina cristiana con, por decirlo así, sus hermanas del paganismo; también en san Justino Mártir encontramos planteos análogos; y debemos señalar, para honra del pensamiento cristiano, que hasta la época de Kepler no faltaron tentativas de explicar y concebir a partir del dogma la naturaleza en sentido amplio.
Pero estas tentativas tuvieron que fracasar ante el insuficiente conocimiento de los procesos naturales. Por eso se llegó, en el curso del siglo XVIII, a la conocida idea de la incomparabilidad entre la fe y el saber: a la fe le faltaba la experiencia, y al saber, el alma. La ciencia creía en una objetividad absoluta, pasando deliberadamente por alto que la auténtica portadora y generadora de la ciencia es la psique, y de precisamente se supo menos que de cualquier otra cosa por el más largo tiempo: era o un síntoma de reacciones químicas, o un epifenómeno de procesos celulares en el cerebro, y hasta, por cierto tiempo, propiamente no existió. La ciencia era por completo inconsciente de que se servía para sus observaciones de un aparato fotográfico, por así decirlo, acerca de cuyo funcionamiento y estructura no sabía práctica nada y cuya existencia, además, hasta a menudo no quería reconocer. Es una conquista recentísima el haber tenido que tomar en cuenta la realidad objetiva del factor psíquico. Característicamente, fue la microfísica la que del modo más perceptible e inesperado se topó con la psique. Como se comprenderá, prescindimos de la psicología del inconsciente, pues su hipótesis de trabajo consiste precisamente en la realidad de la psique; y aquí lo que estamos caracterizando es lo contrario, es decir, el choque de ésta con la física.
Ahora bien; para los Gnósticos -y éste es propiamente su secreto- la psique existía como fuente del Conocimiento, lo mismo que para los alquimistas. Dejando aparte la psicología del inconsciente, las ciencias naturales y la filosofía de nuestro tiempo sólo sabe de lo externo y la fe sólo de lo interno, y ello únicamente en la forma que le han transmitido los primeros siglos cristianos, desde san Pablo y el Evangelio de Juan. La fe es, lo mismo que la objetividad de la ciencia clásica absoluta, y por lo tanto no pueden conciliarse ni la fe y el saber, ni los cristianos entre sí.
La doctrina cristiana es un símbolo altamente diferenciado, expresa lo psíquico trascendente o, para decirlo con Dorn, la imago Dei y sus propiedades. El Credo es el symbolum. A los efectos prácticos, él comprende aproximadamente todo lo que puede establecerse fundamentalmente sobre las manifestaciones del factor psíquico en el ámbito de la experiencia interna, pero no se extiende a la naturaleza, o por lo menos no de manera reconocible. Por eso, en todos los siglos cristianos se han dado corrientes espirituales paralelas o subterráneas que trataban de establecer la naturaleza, no sólo exterior sino también la interna, en su aspecto empírico.
Aunque el dogma, como la mitología en general, enuncia la esencia de la experiencia interna, formulando así los principios operativos de la psique objetiva, o sea, del inconsciente colectivo, lo hace en un lenguaje y según un modo de concebir que se ha hecho ajeno a la orientación intelectual moderna. La palabra "dogma" hasta llega a tener una resonancia no siempre agradable, y sirve no rara vez para destacar con censura la rigidez de un prejuicio. Así, ha perdido para la mayoría de la humanidad occidental su sentido como símbolo de un hecho en sí incognoscible pero "real y efectivo" (es decir, que produce efectos). Incluso dentro de la teología, la discusión dogmática propiamente dicha luí cesado prácticamente, salvo la última declaración pontificia, señal de que el símbolo empieza a agostarse, si no está ya del todo marchito. Este desarrollo es peligroso para la cultura espiritual, pues no conocemos otro símbolo que mejor exprese el mundo del inconsciente. Por eso se vuelve la vista en no escasa medida a representaciones exóticas, con la esperanza de encontrar, por ejemplo en la India, un sustituto. Esta expectativa es engañosa, pues los símbolos indios, como los cristianos, formulan contenidos del inconsciente, pero en cada caso éste representa, en gran medida, el respectivo pasado espiritual. Las doctrinas indias expresan la esencia de las vivencias cuatro veces milenarias del hombre indio. Por cierto podemos aprender mucho del pensamiento indio, pero él nunca expresa ese pasado que se conserva en nosotros. Nuestra premisa es y sigue siendo el cristianismo, que abarca, según el caso, de once a diecinueve siglos. Antes de él, está para la mayoría de los occidentales el estado espiritual, considerablemente más dilatado aún en el tiempo, del politeísmo y el polidemonismo. En ciertos lugares de Europa, la historia del cristianismo comprende sólo poco más de quinientos años, es decir, no más de unas dieciséis generaciones. La última bruja fue quemada en Europa el año en que nació mi abuelo, y en el siglo XX ha vuelto a irrumpir la barbarie, con su degradación de la naturaleza humana.
Menciono estos hechos para ilustrar cuan delgada es la pared que nos separa de los primordios paganos. A ello se agrega que los pueblos germánicos nunca se desarrollaron orgánicamente de un polidemonismo primitivo al politeísmo y a su refinamiento filosófico, sino que en muchos lugares recibieron el monoteísmo cristiano y la doctrina de la salvación en las lanzas de las legiones de Roma, análogamente a como en África la ametralladora representa el argumento latente de la invasión cristiana (de la existencia de ese miedo he tenido la oportunidad de convencerme in situ). Sin duda, la difusión del cristianismo entre los pueblos bárbaros no sólo favoreció sino también fomentó cierta inflexibilidad y rigidez del dogma. Se observa también algo semejante en la difusión del Islam, que se vio igualmente necesitado de rigidez y fanatismo. En la India, el desarrollo del símbolo transcurrió de modo más orgánico y sereno. Hasta la gran reforma del hinduismo, el budismo, por una parte, se funda, de modo auténticamente indio, en el yoga, y por otra fue reasimilado sin residuo en el curso de un siglo, por lo menos en la India donde el Buddha mismo tiene su trono en el panteón como avatâra de Vishnú, junto con Cristo, Matsya (el "pez"), Kurma (la "tortuga”), vámana (el "enano") y otros más.
El desarrollo histórico del espíritu occidental no puede en absoluto compararse con el de la India. Por eso, quien cree poder adoptar inmediatamente formas orientales de concebir, se desarraiga, pues aquéllas no expresan nuestro pasado occidental, sino quedan como conceptos intelectuales, exangües, que no hacen vibrar ninguna cuerda en nuestro ser profundo. Estamos enraizados en suelo cristiano. Este fundamento ciertamente no alcanza demasiada profundidad, y, como hemos dicho, en muchos puntos se ha mostrado de alarmante delgadez, de modo que el paganismo originario pudo ganar nuevamente posesión de gran parte de Europa, en forma cambiada pero también con la forma de economía que le era propia, la esclavitud.
Este desarrollo moderno confirma que las corrientes paganas, claramente presentes en la alquimia, se han mantenido vivas bajo la superficie cristiana. En los siglos XVI-XVII la Alquimia alcanzó su máximo florecimiento, para después extinguirse en apariencia. En realidad, encontró su continuidad en las ciencias naturales, que en el siglo XIX condujeron al materialismo y en el XX al llamado "realismo", cuyo fin, por lo pronto, no se divisa aún. Pero el cristianismo, pese a todas las ocasionales y bienintencionadas aserciones en contrario, quedó a un lado, sin fuerzas. Todavía tiene la Iglesia cierto poder, pero apacienta su rebaño sobre los escombros de Europa. Su mensaje es efectivo en la medida en que uno sabe combinar su lenguaje, sus representaciones y sus usos con la comprensión del presente. Pero ya no habla para muchos, como san Pablo en el agora de Atenas, el lenguaje del presente inmediato, sino que su mensaje se reviste de las palabras sacrosantas sancionadas por la edad. Ahora bien; ¿qué éxito habría alcanzado la prédica de san Pablo si se hubiese valido del lenguaje y el mito de la era minoica para anunciar el Evangelio a los atenienses? Infortunadamente, se pasa enteramente por alto que procediendo así se plantean al hombre de hoy exigencias mucho mayores que al de los tiempos apostólicos: para éste no significaba ninguna dificultad creer en el nacimiento virginal de héroes y semidioses, y por eso todavía san Justino pudo valerse de este argumento en su Apología; tampoco era algo inaudito la idea de un hombre-Dios salvador, pues prácticamente todos los potentados asiáticos, así como el César romano, eran de naturaleza divina, ¡A nosotros ya nos es ajena hasta la idea de un rey por gracia divina!
La Mater Alchimia no es algo primigenio o inicial, sino una época, que aproximadamente comienza con la era cristiana y en los siglos XVI-XVII da a luz la era científico-natural, para después marchitarse desconocida y mal interpretada y hundirse como una etapa agotada en la corriente de los siglos. Pero, como toda madre alguna vez fue hija, así también la alquimia: su ser propio nace de aquellos sistemas Gnósticos que Hipólito concibe con justicia como de filosofía (natural), y que con ayuda, por una parte, de la filosofía clásica griega, y por otra de la mitología griega, cercano oriental y egipcia, así como de la dogmática cristiana y la Kabbalah judía, realizó la tentativa, de alto interés para la perspectiva moderna, de alcanzar una concepción total del mundo en que lo físico y lo místico desempeñaran papeles gemelos. Si este propósito se hubiese logrado, el mundo no habría llegado a vivir el espectáculo singular de dos concepciones del mundo simultáneas y en curso paralelo, que no quieren o no pueden saber nada la una de la otra. San Hipólito estaba aún en la envidiable posición de poder comparar la doctrina cristiana con, por decirlo así, sus hermanas del paganismo; también en san Justino Mártir encontramos planteos análogos; y debemos señalar, para honra del pensamiento cristiano, que hasta la época de Kepler no faltaron tentativas de explicar y concebir a partir del dogma la naturaleza en sentido amplio.
Pero estas tentativas tuvieron que fracasar ante el insuficiente conocimiento de los procesos naturales. Por eso se llegó, en el curso del siglo XVIII, a la conocida idea de la incomparabilidad entre la fe y el saber: a la fe le faltaba la experiencia, y al saber, el alma. La ciencia creía en una objetividad absoluta, pasando deliberadamente por alto que la auténtica portadora y generadora de la ciencia es la psique, y de precisamente se supo menos que de cualquier otra cosa por el más largo tiempo: era o un síntoma de reacciones químicas, o un epifenómeno de procesos celulares en el cerebro, y hasta, por cierto tiempo, propiamente no existió. La ciencia era por completo inconsciente de que se servía para sus observaciones de un aparato fotográfico, por así decirlo, acerca de cuyo funcionamiento y estructura no sabía práctica nada y cuya existencia, además, hasta a menudo no quería reconocer. Es una conquista recentísima el haber tenido que tomar en cuenta la realidad objetiva del factor psíquico. Característicamente, fue la microfísica la que del modo más perceptible e inesperado se topó con la psique. Como se comprenderá, prescindimos de la psicología del inconsciente, pues su hipótesis de trabajo consiste precisamente en la realidad de la psique; y aquí lo que estamos caracterizando es lo contrario, es decir, el choque de ésta con la física.
Ahora bien; para los Gnósticos -y éste es propiamente su secreto- la psique existía como fuente del Conocimiento, lo mismo que para los alquimistas. Dejando aparte la psicología del inconsciente, las ciencias naturales y la filosofía de nuestro tiempo sólo sabe de lo externo y la fe sólo de lo interno, y ello únicamente en la forma que le han transmitido los primeros siglos cristianos, desde san Pablo y el Evangelio de Juan. La fe es, lo mismo que la objetividad de la ciencia clásica absoluta, y por lo tanto no pueden conciliarse ni la fe y el saber, ni los cristianos entre sí.
La doctrina cristiana es un símbolo altamente diferenciado, expresa lo psíquico trascendente o, para decirlo con Dorn, la imago Dei y sus propiedades. El Credo es el symbolum. A los efectos prácticos, él comprende aproximadamente todo lo que puede establecerse fundamentalmente sobre las manifestaciones del factor psíquico en el ámbito de la experiencia interna, pero no se extiende a la naturaleza, o por lo menos no de manera reconocible. Por eso, en todos los siglos cristianos se han dado corrientes espirituales paralelas o subterráneas que trataban de establecer la naturaleza, no sólo exterior sino también la interna, en su aspecto empírico.
Aunque el dogma, como la mitología en general, enuncia la esencia de la experiencia interna, formulando así los principios operativos de la psique objetiva, o sea, del inconsciente colectivo, lo hace en un lenguaje y según un modo de concebir que se ha hecho ajeno a la orientación intelectual moderna. La palabra "dogma" hasta llega a tener una resonancia no siempre agradable, y sirve no rara vez para destacar con censura la rigidez de un prejuicio. Así, ha perdido para la mayoría de la humanidad occidental su sentido como símbolo de un hecho en sí incognoscible pero "real y efectivo" (es decir, que produce efectos). Incluso dentro de la teología, la discusión dogmática propiamente dicha luí cesado prácticamente, salvo la última declaración pontificia, señal de que el símbolo empieza a agostarse, si no está ya del todo marchito. Este desarrollo es peligroso para la cultura espiritual, pues no conocemos otro símbolo que mejor exprese el mundo del inconsciente. Por eso se vuelve la vista en no escasa medida a representaciones exóticas, con la esperanza de encontrar, por ejemplo en la India, un sustituto. Esta expectativa es engañosa, pues los símbolos indios, como los cristianos, formulan contenidos del inconsciente, pero en cada caso éste representa, en gran medida, el respectivo pasado espiritual. Las doctrinas indias expresan la esencia de las vivencias cuatro veces milenarias del hombre indio. Por cierto podemos aprender mucho del pensamiento indio, pero él nunca expresa ese pasado que se conserva en nosotros. Nuestra premisa es y sigue siendo el cristianismo, que abarca, según el caso, de once a diecinueve siglos. Antes de él, está para la mayoría de los occidentales el estado espiritual, considerablemente más dilatado aún en el tiempo, del politeísmo y el polidemonismo. En ciertos lugares de Europa, la historia del cristianismo comprende sólo poco más de quinientos años, es decir, no más de unas dieciséis generaciones. La última bruja fue quemada en Europa el año en que nació mi abuelo, y en el siglo XX ha vuelto a irrumpir la barbarie, con su degradación de la naturaleza humana.
Menciono estos hechos para ilustrar cuan delgada es la pared que nos separa de los primordios paganos. A ello se agrega que los pueblos germánicos nunca se desarrollaron orgánicamente de un polidemonismo primitivo al politeísmo y a su refinamiento filosófico, sino que en muchos lugares recibieron el monoteísmo cristiano y la doctrina de la salvación en las lanzas de las legiones de Roma, análogamente a como en África la ametralladora representa el argumento latente de la invasión cristiana (de la existencia de ese miedo he tenido la oportunidad de convencerme in situ). Sin duda, la difusión del cristianismo entre los pueblos bárbaros no sólo favoreció sino también fomentó cierta inflexibilidad y rigidez del dogma. Se observa también algo semejante en la difusión del Islam, que se vio igualmente necesitado de rigidez y fanatismo. En la India, el desarrollo del símbolo transcurrió de modo más orgánico y sereno. Hasta la gran reforma del hinduismo, el budismo, por una parte, se funda, de modo auténticamente indio, en el yoga, y por otra fue reasimilado sin residuo en el curso de un siglo, por lo menos en la India donde el Buddha mismo tiene su trono en el panteón como avatâra de Vishnú, junto con Cristo, Matsya (el "pez"), Kurma (la "tortuga”), vámana (el "enano") y otros más.
El desarrollo histórico del espíritu occidental no puede en absoluto compararse con el de la India. Por eso, quien cree poder adoptar inmediatamente formas orientales de concebir, se desarraiga, pues aquéllas no expresan nuestro pasado occidental, sino quedan como conceptos intelectuales, exangües, que no hacen vibrar ninguna cuerda en nuestro ser profundo. Estamos enraizados en suelo cristiano. Este fundamento ciertamente no alcanza demasiada profundidad, y, como hemos dicho, en muchos puntos se ha mostrado de alarmante delgadez, de modo que el paganismo originario pudo ganar nuevamente posesión de gran parte de Europa, en forma cambiada pero también con la forma de economía que le era propia, la esclavitud.
Este desarrollo moderno confirma que las corrientes paganas, claramente presentes en la alquimia, se han mantenido vivas bajo la superficie cristiana. En los siglos XVI-XVII la Alquimia alcanzó su máximo florecimiento, para después extinguirse en apariencia. En realidad, encontró su continuidad en las ciencias naturales, que en el siglo XIX condujeron al materialismo y en el XX al llamado "realismo", cuyo fin, por lo pronto, no se divisa aún. Pero el cristianismo, pese a todas las ocasionales y bienintencionadas aserciones en contrario, quedó a un lado, sin fuerzas. Todavía tiene la Iglesia cierto poder, pero apacienta su rebaño sobre los escombros de Europa. Su mensaje es efectivo en la medida en que uno sabe combinar su lenguaje, sus representaciones y sus usos con la comprensión del presente. Pero ya no habla para muchos, como san Pablo en el agora de Atenas, el lenguaje del presente inmediato, sino que su mensaje se reviste de las palabras sacrosantas sancionadas por la edad. Ahora bien; ¿qué éxito habría alcanzado la prédica de san Pablo si se hubiese valido del lenguaje y el mito de la era minoica para anunciar el Evangelio a los atenienses? Infortunadamente, se pasa enteramente por alto que procediendo así se plantean al hombre de hoy exigencias mucho mayores que al de los tiempos apostólicos: para éste no significaba ninguna dificultad creer en el nacimiento virginal de héroes y semidioses, y por eso todavía san Justino pudo valerse de este argumento en su Apología; tampoco era algo inaudito la idea de un hombre-Dios salvador, pues prácticamente todos los potentados asiáticos, así como el César romano, eran de naturaleza divina, ¡A nosotros ya nos es ajena hasta la idea de un rey por gracia divina!
1 comentario:
Magnifico!!!
Muchas gracias por compartirlo!!!
Lvx
Bárbara Beatriz
/ Mahalath bat Yakov Leib
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