Por Carl G. Jung
Los relatos prodigiosos del Evangelio, que convencían fácilmente al hombre de entonces, serían en cualquier biografía de hoy piedras de escándalo y suscitarían lo contrario de la creencia. La naturaleza prodigiosa o extravagante de los dioses era lo corriente en los mitos todavía vivos y fue de particular y convincente significación en el refinamiento filosófico de aquéllos. Hermes ter unus ("Hermes tres veces uno") no era ningún absurdo intelectual, sino una verdad filosófica. Sobre estas bases, el dogma de la Trinidad pudo construirse de modo convincente. Pero para el hombre moderno éste significa o un misterio inaccesible o una curiosidad histórica, preferiblemente lo último. Para el hombre antiguo la virtus del agua consagrada o la transmutación de las sustancias no era ninguna enormidad, pues había incluso fuentes sagradas, cuyos efectos eran incomprensibles, y cambios químicos cuya índole aparecía como maravillosa. Hoy cualquier escolar sabe más, en principio, sobre la constitución de la naturaleza que toda la historia natural de un Plinio.
Entonces, hoy san Pablo, si emprendiera la tarea de hacerse oír en Hyde Park por la gente razonable, no tendría bastante con citas de la literatura griega y algunos conocimientos de historia judía, sino que debería acomodar su forma de expresión a las posibilidades de comprensión de un público inglés moderno. De no hacerlo así, anunciaría mal su mensaje, pues nadie, salvo quizá un filólogo clásico, le entendería ni aun aproximadamente. Pero tal es la situación actual de la kerigmática (teoría de la proclamación de la Palabra) cristiana. No que se valga, literalmente, de un lenguaje ajeno y muerto; sino que habla en imágenes que por una parte parecen conocidas de antiguo y por lo tanto, engañosamente, de sentido familiar, pero por otra parte, infinitamente alejadas como están de una comprensión consciente moderna, tocan, cuando mucho, al inconsciente, y ello sólo si el expositor pone toda el alma en la tarea. Por eso, en el mejor de los casos, el efecto queda estancado en la esfera del sentir, pero la mayoría de las veces ni siquiera llega ahí.
Falta el puente que una el dogma con la vivencia íntima del individuo. En cambio de ello, el dogma es "creído"; (veritas prima, esta "verdad primera" es invisible y desconocida, y ella, y no el dogma, es lo que está en la base de la "Fe".) se lo hipostasía, como entre los protestantes la Biblia, ilegítimamente promovida a autoridad suprema pese a sus contradicciones y sus interpretaciones controvertidas. (Como es sabido, ¡todo puede autorizarse a partir de la Biblia!). El dogma ya no formula, ya no expresa, sino que es un principio por sí, sin ningún asidero en una vivencia demostrativa (beweisenden). En verdad, la fe misma se ha convertido en esta vivencia. La fe de un Pablo, que nunca tuvo la vivencia del Señor encarnado, aún podía remitirse a la aparición avasalladora del camino de Damasco y a la revelación del Evangelio en el éxtasis, y la fe del cristiano antiguo y medieval en posibilidades inconcebibles en ninguna parte chocaba con el consenso universal, sino que se veía sostenida por éste. Pero todo ello ha cambiado fundamentalmente en los últimos trescientos años, sin embargo, ¿qué cambio de principio se ha realizado paralelamente en la concepción teológica?
Existe el peligro —y no hay ninguna duda acerca de él- de que el vino nuevo haga estallar los viejos odres, y que lo que ya no se comprende se arrumbe en el rincón de los trastos viejos, como ya ocurrió una vez en tiempos de la Reforma. El protestantismo eliminó entonces (salvo un pálido resto) el rito, componente indispensable de toda religión, y sigue manteniéndose sobre la sola fe. Del contenido de ésta, del symbolum, constantemente se desmoronan nuevos pedazos. ¿Qué queda realmente? ¿La persona de Jesucristo? Todo laico sabe que la personalidad del fundador pertenece, biográficamente, a lo más oscuro de lo que el Nuevo Testamento ha transmitido, y, desde el punto de vista humano-psicológico, esa personalidad es un enigma impenetrable. Como cierta vez dijo acertadamente un escritor católico, los textos evangélicos representan a la vez la historia de un hombre y la de un Dios. ¿O queda el Dios solamente? ¿Qué hay entonces de la Encarnación, esa parte esencial del símbolo de la fe? En mi opinión, sería mucho mejor aplicar al símbolo las palabras de un Papa: Sit ut est, aut non sit, (sea como es, o no sea) y dejarlo por lo pronto en su integridad; porque al fin y al cabo nadie entiende en realidad de qué se trata propiamente. Por lo menos, así me lo parece. ¿Cómo explicar si no los notorios apartamientos del dogma en tantas partes?
Acaso pueda parecer extraño al lector que, como médico y psicólogo, insista en el dogma. Debo poner el acento en él, por las mismas razones que otrora movieron a los alquimistas a dar un peso particular a su doctrina. Esta consiste en la quintaesencia de la simbólica de los procesos inconscientes, así como los dogmas representan una condensación o una destilación de la que se llama "historia sagrada", es decir, del mito del ser y el obrar divinos desde los tiempos primordiales. Si queremos comprender lo que entendía significar la doctrina alquímica, debemos remontarnos a la fenomenología tanto histórica como individual de los símbolos, y si queremos aproximarnos a la comprensión del dogma debemos más forzosamente aun tomar en cuenta ante todo el mundo mítico de Asia anterior que a él subyace, y luego la mitología general como expresión de una disposición común humana. A esta disposición, como es sabido, la he llamado el inconsciente colectivo, cuya existencia, por lo demás, sólo es inferible a partir de la fenomenología individual. En ambos casos la investigación llega al individuo humano, pues se trata siempre de ciertas formas complejas de representación, los llamados arquetipos, de los que puede conjeturarse que actúan como organizadores de las representaciones inconscientes. El dinamismo productor de estas configuraciones es indistinguible del hecho trascendente a la conciencia que se denomina instinto. Por lo tanto, no hay ninguna razón para entender por el arquetipo otra cosa que la configuración (Gestalt) del instinto humano.
Los relatos prodigiosos del Evangelio, que convencían fácilmente al hombre de entonces, serían en cualquier biografía de hoy piedras de escándalo y suscitarían lo contrario de la creencia. La naturaleza prodigiosa o extravagante de los dioses era lo corriente en los mitos todavía vivos y fue de particular y convincente significación en el refinamiento filosófico de aquéllos. Hermes ter unus ("Hermes tres veces uno") no era ningún absurdo intelectual, sino una verdad filosófica. Sobre estas bases, el dogma de la Trinidad pudo construirse de modo convincente. Pero para el hombre moderno éste significa o un misterio inaccesible o una curiosidad histórica, preferiblemente lo último. Para el hombre antiguo la virtus del agua consagrada o la transmutación de las sustancias no era ninguna enormidad, pues había incluso fuentes sagradas, cuyos efectos eran incomprensibles, y cambios químicos cuya índole aparecía como maravillosa. Hoy cualquier escolar sabe más, en principio, sobre la constitución de la naturaleza que toda la historia natural de un Plinio.
Entonces, hoy san Pablo, si emprendiera la tarea de hacerse oír en Hyde Park por la gente razonable, no tendría bastante con citas de la literatura griega y algunos conocimientos de historia judía, sino que debería acomodar su forma de expresión a las posibilidades de comprensión de un público inglés moderno. De no hacerlo así, anunciaría mal su mensaje, pues nadie, salvo quizá un filólogo clásico, le entendería ni aun aproximadamente. Pero tal es la situación actual de la kerigmática (teoría de la proclamación de la Palabra) cristiana. No que se valga, literalmente, de un lenguaje ajeno y muerto; sino que habla en imágenes que por una parte parecen conocidas de antiguo y por lo tanto, engañosamente, de sentido familiar, pero por otra parte, infinitamente alejadas como están de una comprensión consciente moderna, tocan, cuando mucho, al inconsciente, y ello sólo si el expositor pone toda el alma en la tarea. Por eso, en el mejor de los casos, el efecto queda estancado en la esfera del sentir, pero la mayoría de las veces ni siquiera llega ahí.
Falta el puente que una el dogma con la vivencia íntima del individuo. En cambio de ello, el dogma es "creído"; (veritas prima, esta "verdad primera" es invisible y desconocida, y ella, y no el dogma, es lo que está en la base de la "Fe".) se lo hipostasía, como entre los protestantes la Biblia, ilegítimamente promovida a autoridad suprema pese a sus contradicciones y sus interpretaciones controvertidas. (Como es sabido, ¡todo puede autorizarse a partir de la Biblia!). El dogma ya no formula, ya no expresa, sino que es un principio por sí, sin ningún asidero en una vivencia demostrativa (beweisenden). En verdad, la fe misma se ha convertido en esta vivencia. La fe de un Pablo, que nunca tuvo la vivencia del Señor encarnado, aún podía remitirse a la aparición avasalladora del camino de Damasco y a la revelación del Evangelio en el éxtasis, y la fe del cristiano antiguo y medieval en posibilidades inconcebibles en ninguna parte chocaba con el consenso universal, sino que se veía sostenida por éste. Pero todo ello ha cambiado fundamentalmente en los últimos trescientos años, sin embargo, ¿qué cambio de principio se ha realizado paralelamente en la concepción teológica?
Existe el peligro —y no hay ninguna duda acerca de él- de que el vino nuevo haga estallar los viejos odres, y que lo que ya no se comprende se arrumbe en el rincón de los trastos viejos, como ya ocurrió una vez en tiempos de la Reforma. El protestantismo eliminó entonces (salvo un pálido resto) el rito, componente indispensable de toda religión, y sigue manteniéndose sobre la sola fe. Del contenido de ésta, del symbolum, constantemente se desmoronan nuevos pedazos. ¿Qué queda realmente? ¿La persona de Jesucristo? Todo laico sabe que la personalidad del fundador pertenece, biográficamente, a lo más oscuro de lo que el Nuevo Testamento ha transmitido, y, desde el punto de vista humano-psicológico, esa personalidad es un enigma impenetrable. Como cierta vez dijo acertadamente un escritor católico, los textos evangélicos representan a la vez la historia de un hombre y la de un Dios. ¿O queda el Dios solamente? ¿Qué hay entonces de la Encarnación, esa parte esencial del símbolo de la fe? En mi opinión, sería mucho mejor aplicar al símbolo las palabras de un Papa: Sit ut est, aut non sit, (sea como es, o no sea) y dejarlo por lo pronto en su integridad; porque al fin y al cabo nadie entiende en realidad de qué se trata propiamente. Por lo menos, así me lo parece. ¿Cómo explicar si no los notorios apartamientos del dogma en tantas partes?
Acaso pueda parecer extraño al lector que, como médico y psicólogo, insista en el dogma. Debo poner el acento en él, por las mismas razones que otrora movieron a los alquimistas a dar un peso particular a su doctrina. Esta consiste en la quintaesencia de la simbólica de los procesos inconscientes, así como los dogmas representan una condensación o una destilación de la que se llama "historia sagrada", es decir, del mito del ser y el obrar divinos desde los tiempos primordiales. Si queremos comprender lo que entendía significar la doctrina alquímica, debemos remontarnos a la fenomenología tanto histórica como individual de los símbolos, y si queremos aproximarnos a la comprensión del dogma debemos más forzosamente aun tomar en cuenta ante todo el mundo mítico de Asia anterior que a él subyace, y luego la mitología general como expresión de una disposición común humana. A esta disposición, como es sabido, la he llamado el inconsciente colectivo, cuya existencia, por lo demás, sólo es inferible a partir de la fenomenología individual. En ambos casos la investigación llega al individuo humano, pues se trata siempre de ciertas formas complejas de representación, los llamados arquetipos, de los que puede conjeturarse que actúan como organizadores de las representaciones inconscientes. El dinamismo productor de estas configuraciones es indistinguible del hecho trascendente a la conciencia que se denomina instinto. Por lo tanto, no hay ninguna razón para entender por el arquetipo otra cosa que la configuración (Gestalt) del instinto humano.
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