viernes, 23 de diciembre de 2011

Psicología de los Símbolos Alquímico-Cristianos - III (final)


Por Carl G. Jung

En esta reflexión no hay que precipitarse a suponer una reducción del mundo de las representaciones religiosas a "nada más que" fundamentos biológicos, ni mucho menos a sustentar la errada opinión de que con ese modo de observación el fenómeno religioso queda "psicologizado" y por lo tanto se esfuma. A ninguna persona razonable se le ocurrirá que retrotraer la estructura humana a la de un saurio cuadrúpedo equivalga a declararla carente de validez, o que de algún modo ella quede explicada por sí misma. Tras todo eso está ciertamente el grande, y no resuelto enigma, de la vida y la evolución, y de dominante importancia no es, en fin de cuentas, el origen sino la meta del desarrollo. Pero si a una entidad viviente se la corta de sus raíces, se la priva de la conexión retrospectiva con los fundamentos de su existencia, y entonces no puede sino agostarse. En este caso, la "anamnesis" (recuerdo) de los orígenes es de importancia vital.


El cuento tradicional y el mito expresan procesos inconscientes; la práctica de narrarlos opera la rememoración y la revivificación de los mismos, y con ello la reactivación del vínculo entre conciencia e inconsciente. Lo que la escisión de las dos mitades de la psique significa, ante todo el médico lo sabe. Él la conoce como disociación de la personalidad, base de todas las neurosis: la conciencia va por un lado y el inconsciente por el lado opuesto. Como las oposiciones no pueden conciliarse en su mismo nivel (tertium non datur!), se necesita siempre una tercera instancia, supraordinada, en que ambas partes puedan conjugarse. En cuanto que el símbolo procede tanto de lo consciente como de lo inconsciente, está en condiciones de unificar ambas cosas: por medio de su forma, el aspecto ideativo, y, por medio de su numinosidad, el aspecto afectivo de la oposición.


Por eso a menudo y desde antiguo el símbolo se compara con el agua, por ejemplo en el caso del Tao, en que se unifican el Yang y el Yin: el Tao es "el espíritu del valle", el curso sinuoso del río. El símbolo de la fe, en la Iglesia, es el "agua de la doctrina", aqua doctrinae que corresponde a la prodigiosa agua "divina" de la alquimia, cuyo doble aspecto está representado por el mercurio duplex. La natural salutífera y renovadora de esta agua simbólica, como Tao, como agua bautismal y como panacea, alude al carácter terapéutico de las conexiones mitológicas a las que pertenece esa representación. Ya los médicos de orientación alquímica sabían que el arcanum sanaba, o por lo menos debía sanar, no sólo la enfermedad corporal sino además la anímica, y la moderna psicoterapia sabe también que, si bien existen muchas soluciones interinas, en el fondo hay un problema moral de opuestos, racionalmente insoluble, al que sólo puede darse respuesta por medio de una tercera instancia supraordinada, es decir, de un símbolo que expresa ambas partes en conflicto. De esta "verdad” (Dorn) o "teoría" (Paracelso) se ocupaban los antiguos médicos y alquimistas, y no podían hacerlo sino incorporando a su mundo mental la revelación cristiana. Continuaron en una nueva edad la obra de los Gnósticos (que en parte eran mucho menos herejes que teólogos) y de la patrística, con la comprensión instintivamente exacta de que el vino nuevo no debía ponerse en odres viejos y que, como la serpiente muda su piel, también el mito en cada renovado eón requiere nuevo ropaje para no perder su efecto terapéutico.


Los problemas que presenta al médico o al psicólogo modernos la integración del inconsciente sólo pueden resolverse según la línea histórica antes señalada, y el resultado vendrá a ser equivalente a una reasunción del mito heredado, lo que presupone, por supuesto, la continuidad del desarrollo. La tendencia actual a la destrucción o paso al inconsciente de toda tradición podría ciertamente interrumpir el proceso de desarrollo por un intervalo de varios siglos de barbarie. Ya es éste el caso donde domina la utopía marxista. Pero también una formación preponderantemente científico-técnica, como la que es característica de los Estados Unidos, puede producir una regresión de la cultura espiritual y con ello un considerable incremento de la disociación psíquica. Con higiene y bienestar solamente el hombre dista aún mucho de estar sano, pues, de ser así, la gente más rica e ilustrada debería ser la más sana también; pero, en lo que se refiere a neurosis, no es éste el caso en modo alguno: al contrario. Al desarraigarse y escindirse de la tradición, las masas se neurotizan, lo que las dispone para la histeria colectiva.


En lo que precede he intentado establecer en qué matriz psíquica fue asumida la figura de Cristo en el curso de los siglos. De no existir una afinidad (magneto) entre la figura del Redentor y ciertos contenidos del inconsciente, nunca hubiese podido un espíritu humano ver la luz en Cristo y abrazarla con fervor. La pieza de conexión entre ambos es el arquetipo del hombre-dios, que por una parte se hizo en Cristo realidad histórica, y por otra, en cuanto presencia "eterna", señorea el alma como totalidad supraordinada, o sea, precisamente, como el si-mismo. Es, como el sacerdote en la visión de Zósimo, un kyrios tôn pneumátôn en el doble sentido de "Señor de los espíritus" y de "Señor sobre los (malos) espíritus", lo que constituye una significación esencial del Kyrios cristiano.


El símbolo, extracanónico, del pez nos ha introducido en esa matriz psíquica y con ello en la esfera de lo vivenciable, donde los incognoscibles arquetipos son vivientes, cambian en infinita sucesión atuendo y nombre, y despliegan, en cierto modo como en una circunambulación, su nunca vista esencia. La piedra filosofal, que significa a Dios hecho hombre o al hombre hecho Dios, tiene "mil nombres". No es Cristo, sino su paralelo, es decir, aquello que en el ámbito subjetivo corresponde a lo que el dogma llama Cristo. Por eso la alquimia nos proporciona un claro concepto de lo que significa Cristo en la experiencia subjetiva y bajo qué envolturas de índole a la vez delusoria e iluminadora se vivencia su presencia operante en su trascendente inasibilidad. Podría mostrarse lo mismo en la psicología del individuo moderno, como lo he hecho en la segunda parte de mi libro Psicología y Alquimia; pero es una tarea demasiado exigente y minuciosa, pues necesita una cantidad de casuística biográfica, con que podrían llenarse volúmenes. Empresa semejante excedería mis fuerzas. Debo, pues, contentarme con haber puesto algunos fundamentos históricos y conceptuales para ese trabajo del futuro.


Resumiendo, quisiera destacar una vez más que el símbolo del pez representa una asunción espontánea de la figura evangélica de Cristo, y consiguientemente un síntoma, por así decirlo, que muestra de qué modo y con qué significación ese símbolo fue asumido por el inconsciente. A este respecto, la alegoría patrística de la captura del Leviatán (la cruz como anzuelo, Cristo a ella clavado como cebo) es enteramente característica: un contenido (pez) del inconsciente (mar) ha sido apresado y se ha adherido a la figura de Cristo. De ahí procede sin duda la peculiar expresión de san Agustín: de profundo levatus ("levantado de la profundidad"); lo que ciertamente es aplicable al pez; ¿pero a Cristo? La imagen del pez surge de la profundidad del inconsciente enfrentándose en correspondencia con la figura kerigmática de Cristo; y, si Cristo es invocado como Ikhthys [pez], esta designación remite a aquello que se ha desprendido de la profundidad del inconsciente. El símbolo del pez, por lo tanto, constituye el puente entre la figura histórica de Cristo y la naturaleza anímica del hombre, en la que tiene su asiento el arquetipo del Redentor. Por esta vía Cristo se hace vivencia, el "Cristo en nosotros".


Como lo he mostrado, la simbólica alquímica del pez lleva en línea directa al lapis philosophorum, el salvator, servator y deus terrenus, es decir, psicológicamente, al sí-mismo (Self). Con ello surge en lugar del pez un nuevo símbolo: un concepto psicológico de la totalidad humana. El Self significa la Divinidad tanto o tan poco como el pez es Cristo. Pero es una correspondencia y una vivencia interna, una recepción de Cristo en la matriz psíquica o una realización más del Hijo de Dios ahora en un simbolismo no ya teriomórfico sino conceptual ("filosófico"). Con ello, frente al mudo e inconsciente pez, se expresa claramente un aumento en el devenir de la conciencia.

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