viernes, 9 de octubre de 2009

Hipatia de Alejandría - III


IV

Era bella. Esa hermosura delicada y aterciopelada, en la que el resplandor es una dulce caricia para quien la contempla, con la línea frontal en el diseño armónico de la nariz y la boca, una cosa exquisitamente hierática que la hacía, en los momentos de meditación, recordar a las dos dulce esfinges soñadoras que se ven en la puerta de los templos egipcios.


No tenía esa carne quemada de los países del norte, que evoca el recuerdo de la estatuaria policromada, pero sí tenía el encanto discreto de Oriente, revestida de la belleza que florece bajo el cielo y que no excluye los colores calmos, llenos de luz, suaves, conteniendo más de éxtasis que de chispas, más de luz que de llama. Ella no era muy alta. Se decía que la naturaleza había delimitado sus proporciones, a fin de poder modelarla con facilidad como hace el joyero para tallar un camafeo perfecto, no escoge la roca más voluminosa, sino aquella cuyas aguas son las más puras.


El torso era excelente y de majestuosa opulencia. Las líneas de las caderas revelaban espléndidamente la curva suave y delicada de su talle, en el que no había brusquedad. Sus senos se destacaban firmes y perfectos, irradiando desde su centro los pliegues del peplo como si fuese una luz.


Su largo cabello, de un negro intenso, se agrupaban con coquetería en su hermosa cabeza, recayendo en cascadas de azabache alrededor de las sienes y de la frente, y enrollándose en graciosos bucles, semejantes a las elegantes volutas de los capiteles jónicos. La frente, a medias escondida bajo estos flujos sedosos, dejaba adivinar, más bien que mostraba, la pureza incomparable de sus líneas, indicio de la alta intelectualidad en la que se asentaba.


Es difícil de precisar en qué momento y bajo qué circunstancias se formarían los lazos que unirían tan profundamente a Synesius con Hipatía, pero todo nos lleva a creer que fue debido al santo obispo de Ptolomeo, sobre cierta época de la madurez, que es la segunda adolescencia de los poetas. Él adelantaba a Hipatía en el camino de la vida en bastantes años, de hecho, muchos años... pero ¿qué importa? Las almas no tienen edad. Ella estaba en la flor de la edad, que brillaba con toda su gloria. Todos se apresuraban a acercarse, toda Alejandría la cortejaba, pero cuando la tarde caía, ella regresaba a su morada.


Fue en medio de alguno de sus triunfos oratorios que su mirada se encuentra con los grandes ojos lánguidos de Synesius ¿es ahí donde brota la misteriosa chispa? Creemos que no.


¡No! ¡no! Es en el punto en que el corazón se despliega.

La ceniza vuela alrededor de las túnicas de seda,

El aburrimiento zozobra alrededor de los placeres.


Preferimos visualizar algún encuentro solitario sobre la arena dorada de la rivera o bajo el árbol perfumado de los lentiscos en flor. Synesius es preso de algunos de esos crueles dolores domésticos en los que el destino le fuera tan pródigo. Llora a un dulce ser que se eleva, una madre que posiblemente parte antes de su hora, un alma de su alma arrancada bruscamente a su amor. Hipatía es atraída por él por un divino magnetismo que, a pesar de todos los obstáculos, termina también por acoplar los corazones hechos para ser uno con el otro. Él va a ella, ella va a él. Dulces palabras son susurradas. Esta Verónica enjuga con lino fino los ojos sangrantes del gran mártir. Este Cristo bendice a esta santa, y he aquí su imagen grabada en el pensamiento de la celestial joven... eternamente.


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