V
En nuestro siglo de bestial sensualismo, donde el desencadenamiento de todas las vergonzosas pasiones adquiere cada día un nuevo recrudecimiento, merece la pena representar la naturaleza de estos divinos matrimonios de almas. Estamos, lamentablemente, aprisionados en el repugnante Hylé, teniéndonos en tanto -nervios, cerebro y sangre- que cuando, por casualidad una de estas uniones místicas viene para transformarse, ponemos el grito en el cielo -a menos que no clamemos al ridículo-. Y, por tanto, existen estas uniones privilegiadas, y han existido siempre en toda época, hasta los más ineptos para las erupciones ideales lo abastecen de ejemplos.
La Gnosis ha tenido sus sublimes andróginos, sus Seraphitus-Seraphita inefablemente fundidos en un sueño de eterno amor; es Valentín y Marcelina, Apelles y Philomena, Ptolomeo y Flora, Montano y Maximila.
En tiempos más cercanos a nosotros, Francisca de Chantal, en perdidas embriagueces, estrechaba su pequeña alma blanca con la gran alma de Francisco de Sales.
Más tarde, y bajo Louis XIV, el adulterio coronado que se erigió debido a razones de Estado, comprobamos los mismos abrazos entre Fénelon y Mme. Guyon, sugestivo poeta de los Torrentes. Ya en nuestros días, antes que la última ráfaga del viento revolucionario hubo barrido lo que podía quedar de la fe ancestral en el fondo de los corazones, vimos todavía cumplirse uno de estos himnos angélicos: el de Lacordaire y Mme. Swetchine.
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