jueves, 29 de octubre de 2009

Hypatia de Alejandría - VII


VIII


Era un día de cuaresma del año 415, Hypatia, según su costumbre, volvía de sus cursos cotidianos, sentada sobre un magnífico carro. Elegantemente revestida de un peplo púrpura y con los pliegues de cuya tela distraídamente jugaba con su encantadora mano, de uñas coquetamente rosadas de polvo de coral. Una compacta muchedumbre seguía al carro lanzando mil gritos de triunfo. De golpe, un grupo de fanáticos, conducido por el diácono Pedro, lector de la iglesia de Cirilo, se lanzan a través del cortejo y, antes de que los amigos de la desgraciada Hypatia tuviesen tiempo de reconocerlos, un miserable sube al carro, sujeta a la joven por el brazo, y la arroja jadeante a sus horribles cómplices.

¿Fue esto un complot largamente meditado? o, por el contrario ¿fue simplemente un acto espontáneo de fanatismo ortodoxo? El culto que profesamos por la Verdad, nos obliga a decir que terribles sospechas pesan sobre la memoria de "san" Cirilo. Según Damasius, desde el 412 el Patriarca de Alejandría había jurado la perdición de Hypatia. Había forjado este criminal proyecto el día, que yendo a su oficio, debió esperar para continuar su camino hasta que la muchedumbre que hacía comitiva a la Filósofa hubiese desaparecido. Hypatia no era para él sólo la apóstol de una religión opuesta a la suya y la amiga preferida del prefecto Orestes, el representante en Alejandría del espíritu helenístico, era también, y sobre todo, su propia rival en renombre y popularidad.

Las funciones de Pedro, el protagonista de este lúgubre drama al lado del obispo Cirilo, no bastan para establecer la culpabilidad de éste. Los poderosos tienen siempre cerca de ellos a ciegos e indiscretos servidores, dispuestos a cumplir una orden formal de ejecución, al mínimo gesto o debido al simple mal humor de su amo. Un celo de esa especie será el que le costará la vida, algunos siglos más tarde, a Thomas Becket.


Desgraciadamente, el desenvolvimiento de la tragedia viene para apoyar como temible argumento la declaración de Damasius. No podemos decir exactamente que pasó cuando la infortunada joven cayó en manos de sus verdugos. ¿Sabemos lo que pasa en Siberia, cuando un viajero cae de su trineo en medio de una banda de lobos famélicos? Hypatia, no obstante, no fue pues inmediatamente devorada. Algunos instantes tras la escena de la calle, la encontramos viva en la basílica de Cesarea, que era la iglesia del patriarca. Cirilo sólo tenía que decir una palabra para salvar a Hypatia. Pero esta palabra, no la dijo.


Antes de perpetrar el sangriento crimen, Pedro y sus compañeros querían también saciar la concupiscencia. Una por una quitaron, desgarraron, todas las ropas de la joven virgen, y larga, odiosamente, pasearon sus miradas lúbricas sobre la desnudez espléndida que hasta entonces sólo la mirada de los ángeles había contemplado. Quedó muda en sus almas la piedad más elemental, esta piedad brutal de los sentidos, que hasta las mismas bestias del circo experimentaban a veces delante de la carne inocente de las vírgenes. Parece, al contrario, que el espectáculo de esos bellos miembros tiritando de pudor y pavor, exalta en ellos su rabia. Cogen todos los proyectiles que caen bajo sus garras: piedras, tejas, pedazos de alfarería, y agreden con ellos a su víctima. Pronto, todo su cuerpo no es más que una horrible herida, un amasijo de carne desgarrada y de huesos rotos, que se disputan, que se riñen, que se subastan como un cuarto de carne de carnicería, en medio de aullidos feroces y risas demoníacas.


Estas nobles relíquias posteriormente fueron paseadas por las calles de Alejandría y quemadas, hacia la tarde, en un crescendo formidable de gritos salvajes y de monstruosidades sin nombre.


"San" Cirilo dejó el crimen cumplirse hasta el fin, sin tratar siquiera de abreviar los horrores.

domingo, 25 de octubre de 2009

Hipatia de Alejandría - VI

VII


Esta dulce un
ión de corazones entre el pontífice y La Filósofa se prolonga algunos años todavía, pero es probable que Synesius no viviese más allá del año 413. Mil males habían venido a descargarse, poco a poco, sobre su patria y su familia. Vió morir sucesivamente a sus tres hijos y a la Cirenaica caer presa de los Bárbaros. Hay que añadir a estas atroces aflicciones del alma los lacerantes sufrimientos del cuerpo, como si el destino no hubiese querido ahorrarle nada de lo que un hombre puede aguantar aquí abajo.

Bajo la carga aplastante de sus dolores, todavía está cerca de su querida Hipatia, a la que va a buscar no por consuelo, porque eso no es posible para él, sino por esa acre voluptuosidad que se experimienta al manifestarlo a su amada y poder compartir ese dolor con nosotros.


"Es desde este lecho, donde me retiene la enfermedad, en donde he dictado para tí esta carta; y pueda encontrarte en buena salud, oh mi madre, ma hermana, mi maestra, a quien debo tantos beneficios y que merita, para mí, todos los títulos de honor... El pensamiento de mis hijos muertos me llena de dolor. Synesius habría de prolongar su existencia hasta el día en que conociese la aflicción. Como un torrente por mucho tiempo contenido, la desgracia cayó sobre él de un golpe; mi felicidad se desvanece. Plazca a Dios que yo deje de vivir, o deje de recordar la pérdida de mis hijos". Conmovedora carta en verdad, la cual es una prueba mayor, una prueba suprema de la pureza de su amor. La mano desfalleciente de Synesius no puede sostener la pluma, pero no vacila en confiar a una mano extraña el cuidado de fijar sobre el papiro la expresión ardiente de sus castas ternuras.

Esta décima carta es todavía dirigida a Hypatia, la última de las que escribió o dictó, como si hubiese querido dejar a la mujer noble la dulce seguridad de que su último pensamiento había sido para ella.


El destino, que parecía haber agotado todas sus crueldades sobre Synesius, le ahorró por lo menos la más atroz. No vió morir a Hipatia.


Sobre esta muerte, tratemos de contarla.

miércoles, 21 de octubre de 2009

Hipatia de Alejandría - V


VI


Nos quedan de Synesius siete cartas escritas a Hipatia. Estas cartas no nos dejan ninguna duda sobre el ardor de la naturaleza de los sentimientos del Obispo de Ptolomeo. Él la llama su benefactora, su maestra, su hermana, su madre. Busca, sin poder encontrarla, una palabra, un vocablo, un símbolo que pueda rendir todas las ternuras que desbordan su corazón.


"A pesar de todo, aunque los muertos olvidan en los infiernos, le escribió un día, yo todavía me acordaré de mi querida Hipatia. ¡Sólo por tí sería capaz de despreciar mi patria!". En otro lugar le consulta sobre el valor de sus obras, declara atenerse ciegamente a sus juicios, esperando de sus labios adorados la condena irrevocable des versos o su consagración definitiva delante de la posteridad. Es de ella y por ella sólo que espera los consuelos hacia los cuales suspira su alma afligida de dolores. "El corazón de Hipatia es, con la virtud, su más profundo asilo". (Carta LXXXI, 80).


Una de las más curiosas cartas de Synesius, es aquella que sirve de dedicatoria al envío del Tratado de los Sueños. "Este libro, escribe, ha sido compuesto en su totalidad en una sóla noche, tras la orden que recibí en una visión. Hay dos o tres pasajes que los veo extraños a mí mismo, yo era un oyente". Place a los discípulos de Schilling ver en este pasaje un argumento en favor de la teoría del inconsciente, nosotros preferimos constatar la acción telepática de aquella que él nombra como su musa. Si no designa de modo más claro el ángulo de su visión, es porque se sabía entendido con medias palabras. Otra carta, no menos interesante que aquella que la precede, es el epígrafe que Synesius, ya retirado en el campo, donde se esfuerza por rehacer su mala salud, de dirige a la joven para anunciarle el envío de un hydrocopio. Este instrumento, sobre la construcción del cual sólo tenemos una vaga idea, servía, según describe la propia etimología de la palabra, para pesar y para examinar el agua que consumía el ilustre enfermo.


Pero, por grande que pudiese ser su adoración por Hipatia, esta piadosa ternura no le impide dedicarse por entero a sus deberes familiares, ni entregarse por completo al culto que debe a la compañera de su vida. "Conserva a mi hermana y a mis dos niños, oh Cristo, se lamentaba en una de sus más bellas elaboraciones líricas; que tu mano proteja mi apacible hogar; que la enfermedad y el dolor no alcancen nunca a mi lecho nupcial, que no conoció jamás amores furtivos" (Himno VIII).


Y, algo más tarde, la silla episcopal de Ptolomeo le fue ofrecida. Ved con qué noble firmeza declara no querer separarse de su esposa por los siglos. "El mismo Dios y la ley me han otorgado una esposa de la mano sagrada de Teófilo: en alto declaro que yo no voy a dejarla". Ahora bien, esto fue escrito en el 409, es decir en una época de su vida en la que su corazón estaba pleno de Hipatia, su mística esposa. Nada hace suponer también que la madre de sus hijos se haya sentido alguna vez ofendida por un cariño tan puro, tan ideal, tan sagradamente libre de todo apego hílico. Contrariamente a la creencia de ciertos historiadores, creemos que se opuso a la ley eclesiástica y que Synesius mantuvo a su esposa, a pesar de su elevación al supremo sacerdocio, como había mantenido a su Hipatia, a pesar de su matrimonio.

martes, 13 de octubre de 2009

Hipatia de Alejandría - IV


V


En nuestro siglo de bestial sensualismo, donde el desencadenamiento de todas las vergonzosas pasiones adquiere cada día un nuevo recrudecimiento, merece la pena representar la naturaleza de estos divinos matrimonios de almas. Estamos, lamentablemente, aprisionados en el repugnante Hylé, teniéndonos en tanto -nervios, cerebro y sangre- que cuando, por casualidad una de estas uniones místicas viene para transformarse, ponemos el grito en el cielo -a menos que no clamemos al ridículo-. Y, por tanto, existen estas uniones privilegiadas, y han existido siempre en toda época, hasta los más ineptos para las erupciones ideales lo abastecen de ejemplos.


La Gnosis ha tenido sus sublimes andróginos, sus Seraphitus-Seraphita inefablemente fundidos en un sueño de eterno amor; es Valentín y Marcelina, Apelles y Philomena, Ptolomeo y Flora, Montano y Maximila.


En tiempos más cercanos a nosotros, Francisca de Chantal, en perdidas embriagueces, estrechaba su pequeña alma blanca con la gran alma de Francisco de Sales.


Más tarde, y bajo Louis XIV, el adulterio coronado que se erigió debido a razones de Estado, comprobamos los mismos abrazos entre Fénelon y Mme. Guyon, sugestivo poeta de los Torrentes. Ya en nuestros días, antes que la última ráfaga del viento revolucionario hubo barrido lo que podía quedar de la fe ancestral en el fondo de los corazones, vimos todavía cumplirse uno de estos himnos angélicos: el de Lacordaire y Mme. Swetchine.

viernes, 9 de octubre de 2009

Hipatia de Alejandría - III


IV

Era bella. Esa hermosura delicada y aterciopelada, en la que el resplandor es una dulce caricia para quien la contempla, con la línea frontal en el diseño armónico de la nariz y la boca, una cosa exquisitamente hierática que la hacía, en los momentos de meditación, recordar a las dos dulce esfinges soñadoras que se ven en la puerta de los templos egipcios.


No tenía esa carne quemada de los países del norte, que evoca el recuerdo de la estatuaria policromada, pero sí tenía el encanto discreto de Oriente, revestida de la belleza que florece bajo el cielo y que no excluye los colores calmos, llenos de luz, suaves, conteniendo más de éxtasis que de chispas, más de luz que de llama. Ella no era muy alta. Se decía que la naturaleza había delimitado sus proporciones, a fin de poder modelarla con facilidad como hace el joyero para tallar un camafeo perfecto, no escoge la roca más voluminosa, sino aquella cuyas aguas son las más puras.


El torso era excelente y de majestuosa opulencia. Las líneas de las caderas revelaban espléndidamente la curva suave y delicada de su talle, en el que no había brusquedad. Sus senos se destacaban firmes y perfectos, irradiando desde su centro los pliegues del peplo como si fuese una luz.


Su largo cabello, de un negro intenso, se agrupaban con coquetería en su hermosa cabeza, recayendo en cascadas de azabache alrededor de las sienes y de la frente, y enrollándose en graciosos bucles, semejantes a las elegantes volutas de los capiteles jónicos. La frente, a medias escondida bajo estos flujos sedosos, dejaba adivinar, más bien que mostraba, la pureza incomparable de sus líneas, indicio de la alta intelectualidad en la que se asentaba.


Es difícil de precisar en qué momento y bajo qué circunstancias se formarían los lazos que unirían tan profundamente a Synesius con Hipatía, pero todo nos lleva a creer que fue debido al santo obispo de Ptolomeo, sobre cierta época de la madurez, que es la segunda adolescencia de los poetas. Él adelantaba a Hipatía en el camino de la vida en bastantes años, de hecho, muchos años... pero ¿qué importa? Las almas no tienen edad. Ella estaba en la flor de la edad, que brillaba con toda su gloria. Todos se apresuraban a acercarse, toda Alejandría la cortejaba, pero cuando la tarde caía, ella regresaba a su morada.


Fue en medio de alguno de sus triunfos oratorios que su mirada se encuentra con los grandes ojos lánguidos de Synesius ¿es ahí donde brota la misteriosa chispa? Creemos que no.


¡No! ¡no! Es en el punto en que el corazón se despliega.

La ceniza vuela alrededor de las túnicas de seda,

El aburrimiento zozobra alrededor de los placeres.


Preferimos visualizar algún encuentro solitario sobre la arena dorada de la rivera o bajo el árbol perfumado de los lentiscos en flor. Synesius es preso de algunos de esos crueles dolores domésticos en los que el destino le fuera tan pródigo. Llora a un dulce ser que se eleva, una madre que posiblemente parte antes de su hora, un alma de su alma arrancada bruscamente a su amor. Hipatía es atraída por él por un divino magnetismo que, a pesar de todos los obstáculos, termina también por acoplar los corazones hechos para ser uno con el otro. Él va a ella, ella va a él. Dulces palabras son susurradas. Esta Verónica enjuga con lino fino los ojos sangrantes del gran mártir. Este Cristo bendice a esta santa, y he aquí su imagen grabada en el pensamiento de la celestial joven... eternamente.


martes, 6 de octubre de 2009

sábado, 3 de octubre de 2009

Hipatía de Alejandría - II



III

Alejandría es la gran confluencia donde vienen a concurrir todas las corrientes intelectuales del viejo mundo. Egipto que hizo descender desde las regiones del Alto Nilo, llevando consigo los mitos isíacos y las grandiosas concepciones de los sacerdotes de Tebas y Philae. Cartago penetró desde la costa y llevó los supremos restos del culto de Tanit y de la Astarté Tiria. Judea entra con Jeremías y Baruch, huyendo de la ciudad santa tras la muerte sangrienta de Godolías. Alejandro pondrá el genio griego con la punta de su espada, puede ser inconscientemente y cómo estos insectos que polinizan las flores, dejando caer el polen de su aguijón, comprometido cuando se posaban en las flores del sexo opuesto. La India, que había seguido a Alejandro desde las riveras del alto Indo y que se dividieron los restos de su manto real. Roma vendrá a su vez sobre las ruinas del mundo helénico, y erigirá su inmenso imperio y librará también de los Ptolomeos a las legiones de Cesar y de Antonio.

Todas estas corrientes venidas de tan diversas direcciones se fusionaron en condiciones tales, que en una primera impresión, no parecen formar más que un vasto y excelente océano, pero no de profundidad suficiente, sin embargo, como para que un observador atento no pueda encontrar allí la naturaleza íntima de cada onda cooperativa. Como las aguas costeras de un lago es reconocido y lo seguimos, a veces por varias etapas, por diferentes cursos.

No entra en nuestros esquemas el trazar, ni aún a grandes trazos, la historia de la Escuela de Alejandría. Algunas fugaces pinceladas, vagamente arrojadas, serán suficientes para recordar a nuestros lectores eso que es importante de rememorar para comprender las siguientes páginas.

Continuadores del pensamiento de Alejandro, los Ptolomeos atrajeron hacia la nueva ciudad todas las ilustraciones literarias y filosóficas de su tiempo; Calímaco, Apolonio, Licofron de Calcis, Aristarco respondieron los primeros a la llamada, -Calímaco, esa lira armoniosa que echaba de menos una cosa, ser también un corazón vibrante; Apolonio, el discípulo y rival de Calímaco quien, celoso de su éxito poético, le hizo exilar, pero sus herederos se encargaron de reconciliar sus cadáveres, situando a los dos en la misma tumba; Licofron de Calcis, cuyos enigmáticos poemas hallaron a su Edipo en la persona de Scaliger quien, con diecisiete años, era al parecer su delicia; Aristarco, el editor de Homero.

Todo esto fue durante la primera fase de la Escuela de Alejandría, es lo que M. Vacherot llama la fase literaria. La fase filosófica no comienza más que al fin del primer siglo de la era cristiana. Es Amonio Sacas quien fue el iniciador, un simple plebeyo cuyo nombre afirma su modesto origen, --Saccas, el portador de sacos--. Su familia era cristiana, ello es lo que explica la introducción en la Escuela del elemento evangélico, una dosis muy pequeña, es cierto, pero siempre importante y suficiente para dar a los Alejandrinos este vago sentimiento de filantropía universal que los viejos Griegos siempre ignoraron.

Fiel a las tradiciones pitagóricas, Amonio Sacas no escribió nada. Pero sus discípulos, de entre los cuales el más ilustre fue Orígenes, nos han conservado la esencia de su doctrina.

"Lo incorporal es de tal naturaleza que se une a lo que puede recibirle también íntimamente, se unen a las cosas que se deterioran y se destruyen mutuamente en conjunto, y que al mismo tiempo en esta unión, queda completamente lo que era, así como las cosas que quedan son meramente yuxtapuestas".

Para Amonio, el alma no se localiza en ningún lugar; como el Cristo está completo en cada trozo de la Hostia, el Alma está completa en cada parte del cuerpo, sin haber perdido nada de su unidad.

PLOTINO, cuyo nombre parece un anagrama de Platón, fue en efecto de todos los Alejandrinos quien está más cerca del platonismo, pero un platonismo cristianizado. Para él, el Dios supremo no puede quedar encerrado en sí, tiene que crear, por eso Él emana a los seres. Es la ley de Procesión. Pero estos seres engendrados tienden incesantemente hacia la Perfección de la que proceden: es la ley de Conversión.

De Platón tenemos las Enéadas, amalgama confusa de luces y tinieblas, poesías exquisitas y complicadas abstracciones. Fue quien puso en voga el éxtasis como proceso iniciático. Por ese lado, toca a la Gnosis y nosotros le revindicamos como de los nuestros. ¡Sin embargo, no es favorable a los gnósticos!

"¿Qué diría yo de ciertos estados que ellos atribuyen al alma? Hablan de exilio, de huellas, de lamentos. Si quieren expresar aquí el dolor de nuestra alma en pecado, tiene la necesidad donde ela se encuentra de ver las imágenes de las cosas antes que las cosas mismas, esto es un vano lenguaje inventado para dar contenido a su secta. Los dogmas que componen la doctrina de estos innovadores, pertenecen a Platón, los otros que constituyen su doctrina propia son innovaciones contrarias a la verdad".

Evidentemente he aquí una condenación en forma debida. Pero, tal vez con un examen más maduro de la doctrina gnóstica, un eclecticismo más claro y una parcialidad hacia la escuela un poco menos pronunciada, Plotino hubiese visto, como nosotros, que el abismo no era tan grande como para separar su fe de la de Valentín o Simón Magus.

LONGINO, contemporáneo de Plotino, escribió el Tratado de lo Sublime y combatió con furor el misticismo. Es cierto que fue ministro de Cenobia, reina de Palmira, lo cual es una pobre compensación.

PORFIRIO, nació en Batania, en Siria. En realidad se llamaba Malkus; sobre todo es célebre por una curiosa "Vida de Plotino", su maestro, y un tratado sobre
"Abstinencia de las carnes". Su ciencia era profunda.

Su discípulo, JAMBLICO, Sirio como él, preconiza las prácticas teúrgicas. Declaraba poseer el arte de hacer descender en él lo divino, mediante ritos, encantamientos y fórmulas simbólicas. Escribió "Vida de Pitágoras" y un libro sobre los "Misterios Egipcios" que poseemos.

Esta rápida descripción nos conduce hasta el año 333 de la era actual, año de la muerte de Jámblico. En esta época, una reacción politeista va a afirmarse en el seno de la Escuela de Alejandría, bajo la influencia de la Escuela de Atenas, pero según vemos, esta reacción ocurrirá mucho más sobre el terreno estético que sobre el terreno religioso. Esto que Juliano el Apóstata se esforzará por hacer revivir, nos referimos al esplendor cultural del Paganismo. Él era un espíritu muy afinado, un alma muy elevada, para soñar un retorno integral a los mitos, ya trasnochados, en los tiempos de Sócrates. Los Sirianus, Simplicius o Philopon no comprenderán de otra manera esta regresión cuando ellos traducen a Aristóteles o Platón.