Por Elaine Pagels
Así, mientras el auténtico Pablo declara en su epístola a los Corintios «mi deseo sería que todos los hombres fueran como yo», célibes por su propia voluntad, el «Pablo» de 1 Timoteo ordena el matrimonio y la familia tanto a los hombres como a las mujeres.
La epístola a los Hebreos expresa una inclinación positiva hacia el matrimonio y, en especial, por el matrimonio sexualmente activo: «Tened todos por gran honor el matrimonio y el lecho conyugal sea inmaculado» (Hebreos 13:4). La epístola deuteropaulina a los Efesios llama estúpidos a los cristianos ascéticos e insiste en que «nadie aborreció jamás su propia carne; antes bien la alimenta y la cuida» (Efesios 5:29). El autor de la epístola a los Efesios llega incluso a atribuir a Pablo una visión de Adán y Eva —y, en consecuencia del propio matrimonio— como símbolo del «Gran Misterio... de Cristo y la Iglesia» (Efesios 5:32). La visión cristiana «de Pablo» acerca del matrimonio confirma —así lo pretende este autor— el tradicional modelo patriarcal de matrimonio, «porque el marido es cabeza de la mujer, como Cristo es Cabeza de la Iglesia... Así como la Iglesia está sujeta a Cristo, así también las mujeres deben estarlo a sus maridos en todo» (Efesios 5:23-24). Guiándose por la frase de Pablo: «la cabeza de todo varón es Cristo, y la cabeza de la mujer, el varón» (1 Corintios 11:3), el autor de la epístola a los Efesios explica que como el hombre, igual que Cristo, es la cabeza y la mujer su cuerpo, «así deben amar los maridos a sus mujeres como a su propio cuerpo» y las mujeres, a su vez, deben someterse al mayor juicio de sus maridos, como sus «cabezas» (Efesios 5:28-33).
Al cabo de trece o quince años de la muerte de Pablo, los partidarios del Jesús ascético —y del Pablo ascético— rivalizaban con los que defendían un Jesús mucho más moderado y un Pablo mucho más conservador. Igual que los parientes de una gran familia luchando por la herencia, tanto los cristianos ascéticos como los no ascéticos presentaron su reclamación de los legados de Jesús y Pablo, insistiendo ambas partes en que sólo ellos eran los legítimos herederos.
Muchos cristianos —quizás la mayoría— preferían acomodarse a las estructuras sociales y matrimoniales ordinarias en lugar de desafiarlas. A finales del siglo II, puesto que la mayoría de las iglesias aceptaron como canónica la lista de evangelios y epístolas que ahora constituyen la colección que llamamos Nuevo Testamento, los moderados reclamaron la victoria y dominaron así a todas las iglesias cristianas futuras. Los escritores ahora venerados como padres de la Iglesia aceptaron la mansa y domesticada versión de Pablo que se encuentra en las deuteropaulinas como principal arma contra los extremistas ascéticos. Clemente de Alejandría, que escribió más de cien años después de la muerte de Pablo, menos militante y mucho más predispuesto hacia la convención social y la vida de familia que el apóstol, habla en representación de la mayoría cuando afirma que los ascéticos habían exagerado e interpretado de un modo equivocado las enseñanzas de Pablo. Clemente resolvió reconquistar para la mayoría el disputado territorio de los evangelios y las epístolas de Pablo.
Revocando los argumentos de sus oponentes punto por punto, Clemente empezó diciendo que aunque Jesús nunca se casó no pretendía que sus seguidores humanos siguieran su ejemplo, al menos en este aspecto: «La razón por la cual Jesús no se casó fue que, en primer lugar, ya estaba comprometido, por decirlo así, con la Iglesia; y, en segundo lugar, él no era un hombre común». Los cristianos con inclinaciones ascéticas habían esgrimido que las palabras de Jesús probaban su defensa del celibato: ¿por qué, si no, preguntaban, habría alabado a las mujeres cuyos «vientres no engendraron», o a los hombres que «se han hecho eunucos por amor del Reino de los Cielos»? Clemente admite que tales frases resultan enigmáticas, pero evita la polémica que suscitan negándose a tomarlas literalmente. Sostiene que Jesús no quería decir por «eunuco» lo que la mayoría de lectores suponían (un hombre célibe). En cambio, «lo que Jesús quería decir», —afirma Clemente con torpeza—, «es que un hombre casado que se haya divorciado de su esposa por su infidelidad no debe volverse a casar».
Y ¿qué hay de Pablo, que permanecía con orgullo voluntariamente célibe, o de Pedro, quien, según Lucas 18:28, abandonó su hogar para seguir a Jesús? Clemente podría argumentar que es el propio Pablo quien nos dice que Pedro, al igual que «los demás apóstoles y los hermanos del Señor», ¡viajó con su mujer a costa de la Iglesia (1 Corintios 9:5)! Entonces, en un pasaje que seguramente habría sorprendido a Pablo, Clemente sostiene que también Pablo estaba casado: «La única razón por la que no la llevó [a su esposa] consigo se debe a que habría sido un estorbo para su ministerio».
Cuando Clemente ataca las interpretaciones ascéticas del mensaje de Pablo, encuentra en las espístolas deuteropaulinas toda la munición necesaria. Por ejemplo, «a los que calumnian el matrimonio» les replica citando al antiascético Pablo de 1 Timoteo. Pero al confrontarlo con las epístolas auténticas, Clemente tiene ante sí una tarea mucho más ardua. Sin embargo, insistiendo en que el mismo hombre escribió los dos grupos de epístolas, Clemente arteramente entreteje pasajes de las epístolas auténticas y de las deuteropaulinas. De este modo, Clemente, así como la mayoría de los cristianos desde entonces, pueden decir que Pablo apoyaba tanto el matrimonio como el celibato: «En general, todas las cartas del apóstol predican el control de uno mismo y continencia, y contienen muchas instrucciones sobre el matrimonio, el engendramiento de hijos y la vida doméstica, pero en ninguna parte excluyen el matrimonio autocontrolado».
Clemente rechaza sobre todo la pretensión de que el pecado de Adán y Eva consistiera en mantener relaciones sexuales, opinión corriente entre maestros cristianos, tales como Taciano el Sirio, quien afirmaba que el fruto del árbol del conocimiento implicaba conocimiento carnal. Taciano había indicado que después de que Adán y Eva comieron del fruto prohibido, cobraron conciencia sexual: «Entonces se les abrieron a entrambos los ojos, y se dieron cuenta de que estaban desnudos» (Génesis 3:7). Otros intérpretes están de acuerdo en que la exactitud de esta interpretación queda demostrada en Génesis 4:1, donde el verbo hebreo «conocer» (’yada) connota la relación sexual: «Conoció el hombre a Eva, su mujer, la cual concibió y dio a luz a Caín». Taciano culpó a Adán de haber inventado el matrimonio, pues creía que por este pecado Dios expulsó a Adán y a su compañera del paraíso. En cambio, el ilustre asceta Julio Casiano culpó a Satán, y no a Adán, de inventar las relaciones sexuales. Según Casiano, Satán «copió esta práctica de los animales irracionales y persuadió a Adán de que se uniese sexualmente a Eva». Pero Clemente denuncia semejantes ideas. Cree que la relación sexual no era pecaminosa, sino una parte de la creación original —y «buena»— de Dios: «La naturaleza les guió [a Adán y a Eva], como a los animales salvajes, a procrear; y —Clemente bien podía haber añadido— cuando digo naturaleza, quiero decir Dios». Clemente sostiene que los que procrean no pecan, sino que «cooperan con Dios en su obra creadora». Así, Clemente confirma la tradicional convicción judía, expresada en las epístolas deuteropaulinas, de que la procreación legítima es una buena obra, bendecida por Dios desde el día de la creación humana.
Si las relaciones sexuales no eran el pecado de Adán y Eva, ¿cuál fue esta primera y fatal transgresión? Algunos padres de la Iglesia como Clemente e Ireneo insisten en que el primer pecado fue desobedecer la orden de Dios. Pero incluso Clemente y su coetáneo el obispo Ireneo de Lyon, aunque deseaban eximir al deseo sexual de la culpa primordial de la caída admitían que «la primera desobediencia del hombre» y la caída adoptaban forma sexual. Clemente explica cuidadosamente que la desobediencia de Adán y Eva no entrañaba qué habían hecho sino cómo lo habían hecho. Clemente imagina la escena de Adán y Eva como adolescentes impacientes, precipitándose en una unión sexual antes de recibir la bendición de su Padre. Ireneo explica que Adán y Eva eran, de hecho, menores de edad: «Pues habiendo sido creados poco tiempo antes, no tenían conocimiento de la procreación de hijos. Fue necesario que primero llegaran a la edad adulta y entonces se "multiplicaran" a partir de ese momento». Clemente culpa a Adán, «que deseó el fruto del matrimonio antes del tiempo apropiado y cayó así en pecado... fueron impelidos a hacerlo más rápido de lo que era conveniente porque todavía eran jóvenes y habían sido seducidos con engaños». Ireneo añade que la culpable respuesta de Adán demuestra su absoluta conciencia de que el deseo sexual le había incitado a pecar, pues se cubrió y cubrió a Eva con rugosas hojas de higuera, «cuando habían algunas otras hojas que hubieran irritado su cuerpo mucho menos». De este modo Adán castigó los mismos órganos que le habían llevado a pecar.
Las actitudes que Clemente e Ireneo ayudaron a configurar más de cien años después de la muerte de Pablo establecen la norma de comportamiento cristiano durante siglos, en realidad durante casi dos mil años. Lo que prevalecerá en la tradición cristiana no serán sólo las estrictas afirmaciones atribuidas a Jesús y los estímulos al celibato que Pablo ordena a los creyentes en 1 Corintios, sino las versiones de estas austeras enseñanzas modificadas para adaptarse a los propósitos de las iglesias en los siglos I y II. Clemente y sus colegas establecieron también un duradero modelo doble que respaldaba el matrimonio, aunque concibiéndolo siempre como lo mejor después del celibato. Clemente y sus compañeros cristianos elaboraron complejos argumentos, extraídos básicamente de la Biblia hebrea y de las epístolas deuteropaulinas, con el fin de demostrar que el matrimonio para los cristianos, así como para los judíos, es un hecho positivo que supone «cooperación con la obra creadora de Dios». Sin embargo, Clemente sólo pudo honrar este principio, retrocediendo al consenso general que había impugnado a Jesús. Clemente, influido sin duda por los filósofos estoicos, que coincidían con él en lo esencial, insistió en que el matrimonio encuentra su único propósito legítimo —y la relación sexual su única razón de ser— en la procreación. Así, incluso Clemente, el más liberal de los padres de la Iglesia y uno de los que con más vehemencia defiende la bendición de Dios al matrimonio y a la procreación, manifiesta una profunda ambivalencia hacia la sexualidad, una ambivalencia que ha repercutido en la historia cristiana durante dos milenios.
Así, mientras el auténtico Pablo declara en su epístola a los Corintios «mi deseo sería que todos los hombres fueran como yo», célibes por su propia voluntad, el «Pablo» de 1 Timoteo ordena el matrimonio y la familia tanto a los hombres como a las mujeres.
La epístola a los Hebreos expresa una inclinación positiva hacia el matrimonio y, en especial, por el matrimonio sexualmente activo: «Tened todos por gran honor el matrimonio y el lecho conyugal sea inmaculado» (Hebreos 13:4). La epístola deuteropaulina a los Efesios llama estúpidos a los cristianos ascéticos e insiste en que «nadie aborreció jamás su propia carne; antes bien la alimenta y la cuida» (Efesios 5:29). El autor de la epístola a los Efesios llega incluso a atribuir a Pablo una visión de Adán y Eva —y, en consecuencia del propio matrimonio— como símbolo del «Gran Misterio... de Cristo y la Iglesia» (Efesios 5:32). La visión cristiana «de Pablo» acerca del matrimonio confirma —así lo pretende este autor— el tradicional modelo patriarcal de matrimonio, «porque el marido es cabeza de la mujer, como Cristo es Cabeza de la Iglesia... Así como la Iglesia está sujeta a Cristo, así también las mujeres deben estarlo a sus maridos en todo» (Efesios 5:23-24). Guiándose por la frase de Pablo: «la cabeza de todo varón es Cristo, y la cabeza de la mujer, el varón» (1 Corintios 11:3), el autor de la epístola a los Efesios explica que como el hombre, igual que Cristo, es la cabeza y la mujer su cuerpo, «así deben amar los maridos a sus mujeres como a su propio cuerpo» y las mujeres, a su vez, deben someterse al mayor juicio de sus maridos, como sus «cabezas» (Efesios 5:28-33).
Al cabo de trece o quince años de la muerte de Pablo, los partidarios del Jesús ascético —y del Pablo ascético— rivalizaban con los que defendían un Jesús mucho más moderado y un Pablo mucho más conservador. Igual que los parientes de una gran familia luchando por la herencia, tanto los cristianos ascéticos como los no ascéticos presentaron su reclamación de los legados de Jesús y Pablo, insistiendo ambas partes en que sólo ellos eran los legítimos herederos.
Muchos cristianos —quizás la mayoría— preferían acomodarse a las estructuras sociales y matrimoniales ordinarias en lugar de desafiarlas. A finales del siglo II, puesto que la mayoría de las iglesias aceptaron como canónica la lista de evangelios y epístolas que ahora constituyen la colección que llamamos Nuevo Testamento, los moderados reclamaron la victoria y dominaron así a todas las iglesias cristianas futuras. Los escritores ahora venerados como padres de la Iglesia aceptaron la mansa y domesticada versión de Pablo que se encuentra en las deuteropaulinas como principal arma contra los extremistas ascéticos. Clemente de Alejandría, que escribió más de cien años después de la muerte de Pablo, menos militante y mucho más predispuesto hacia la convención social y la vida de familia que el apóstol, habla en representación de la mayoría cuando afirma que los ascéticos habían exagerado e interpretado de un modo equivocado las enseñanzas de Pablo. Clemente resolvió reconquistar para la mayoría el disputado territorio de los evangelios y las epístolas de Pablo.
Revocando los argumentos de sus oponentes punto por punto, Clemente empezó diciendo que aunque Jesús nunca se casó no pretendía que sus seguidores humanos siguieran su ejemplo, al menos en este aspecto: «La razón por la cual Jesús no se casó fue que, en primer lugar, ya estaba comprometido, por decirlo así, con la Iglesia; y, en segundo lugar, él no era un hombre común». Los cristianos con inclinaciones ascéticas habían esgrimido que las palabras de Jesús probaban su defensa del celibato: ¿por qué, si no, preguntaban, habría alabado a las mujeres cuyos «vientres no engendraron», o a los hombres que «se han hecho eunucos por amor del Reino de los Cielos»? Clemente admite que tales frases resultan enigmáticas, pero evita la polémica que suscitan negándose a tomarlas literalmente. Sostiene que Jesús no quería decir por «eunuco» lo que la mayoría de lectores suponían (un hombre célibe). En cambio, «lo que Jesús quería decir», —afirma Clemente con torpeza—, «es que un hombre casado que se haya divorciado de su esposa por su infidelidad no debe volverse a casar».
Y ¿qué hay de Pablo, que permanecía con orgullo voluntariamente célibe, o de Pedro, quien, según Lucas 18:28, abandonó su hogar para seguir a Jesús? Clemente podría argumentar que es el propio Pablo quien nos dice que Pedro, al igual que «los demás apóstoles y los hermanos del Señor», ¡viajó con su mujer a costa de la Iglesia (1 Corintios 9:5)! Entonces, en un pasaje que seguramente habría sorprendido a Pablo, Clemente sostiene que también Pablo estaba casado: «La única razón por la que no la llevó [a su esposa] consigo se debe a que habría sido un estorbo para su ministerio».
Cuando Clemente ataca las interpretaciones ascéticas del mensaje de Pablo, encuentra en las espístolas deuteropaulinas toda la munición necesaria. Por ejemplo, «a los que calumnian el matrimonio» les replica citando al antiascético Pablo de 1 Timoteo. Pero al confrontarlo con las epístolas auténticas, Clemente tiene ante sí una tarea mucho más ardua. Sin embargo, insistiendo en que el mismo hombre escribió los dos grupos de epístolas, Clemente arteramente entreteje pasajes de las epístolas auténticas y de las deuteropaulinas. De este modo, Clemente, así como la mayoría de los cristianos desde entonces, pueden decir que Pablo apoyaba tanto el matrimonio como el celibato: «En general, todas las cartas del apóstol predican el control de uno mismo y continencia, y contienen muchas instrucciones sobre el matrimonio, el engendramiento de hijos y la vida doméstica, pero en ninguna parte excluyen el matrimonio autocontrolado».
Clemente rechaza sobre todo la pretensión de que el pecado de Adán y Eva consistiera en mantener relaciones sexuales, opinión corriente entre maestros cristianos, tales como Taciano el Sirio, quien afirmaba que el fruto del árbol del conocimiento implicaba conocimiento carnal. Taciano había indicado que después de que Adán y Eva comieron del fruto prohibido, cobraron conciencia sexual: «Entonces se les abrieron a entrambos los ojos, y se dieron cuenta de que estaban desnudos» (Génesis 3:7). Otros intérpretes están de acuerdo en que la exactitud de esta interpretación queda demostrada en Génesis 4:1, donde el verbo hebreo «conocer» (’yada) connota la relación sexual: «Conoció el hombre a Eva, su mujer, la cual concibió y dio a luz a Caín». Taciano culpó a Adán de haber inventado el matrimonio, pues creía que por este pecado Dios expulsó a Adán y a su compañera del paraíso. En cambio, el ilustre asceta Julio Casiano culpó a Satán, y no a Adán, de inventar las relaciones sexuales. Según Casiano, Satán «copió esta práctica de los animales irracionales y persuadió a Adán de que se uniese sexualmente a Eva». Pero Clemente denuncia semejantes ideas. Cree que la relación sexual no era pecaminosa, sino una parte de la creación original —y «buena»— de Dios: «La naturaleza les guió [a Adán y a Eva], como a los animales salvajes, a procrear; y —Clemente bien podía haber añadido— cuando digo naturaleza, quiero decir Dios». Clemente sostiene que los que procrean no pecan, sino que «cooperan con Dios en su obra creadora». Así, Clemente confirma la tradicional convicción judía, expresada en las epístolas deuteropaulinas, de que la procreación legítima es una buena obra, bendecida por Dios desde el día de la creación humana.
Si las relaciones sexuales no eran el pecado de Adán y Eva, ¿cuál fue esta primera y fatal transgresión? Algunos padres de la Iglesia como Clemente e Ireneo insisten en que el primer pecado fue desobedecer la orden de Dios. Pero incluso Clemente y su coetáneo el obispo Ireneo de Lyon, aunque deseaban eximir al deseo sexual de la culpa primordial de la caída admitían que «la primera desobediencia del hombre» y la caída adoptaban forma sexual. Clemente explica cuidadosamente que la desobediencia de Adán y Eva no entrañaba qué habían hecho sino cómo lo habían hecho. Clemente imagina la escena de Adán y Eva como adolescentes impacientes, precipitándose en una unión sexual antes de recibir la bendición de su Padre. Ireneo explica que Adán y Eva eran, de hecho, menores de edad: «Pues habiendo sido creados poco tiempo antes, no tenían conocimiento de la procreación de hijos. Fue necesario que primero llegaran a la edad adulta y entonces se "multiplicaran" a partir de ese momento». Clemente culpa a Adán, «que deseó el fruto del matrimonio antes del tiempo apropiado y cayó así en pecado... fueron impelidos a hacerlo más rápido de lo que era conveniente porque todavía eran jóvenes y habían sido seducidos con engaños». Ireneo añade que la culpable respuesta de Adán demuestra su absoluta conciencia de que el deseo sexual le había incitado a pecar, pues se cubrió y cubrió a Eva con rugosas hojas de higuera, «cuando habían algunas otras hojas que hubieran irritado su cuerpo mucho menos». De este modo Adán castigó los mismos órganos que le habían llevado a pecar.
Las actitudes que Clemente e Ireneo ayudaron a configurar más de cien años después de la muerte de Pablo establecen la norma de comportamiento cristiano durante siglos, en realidad durante casi dos mil años. Lo que prevalecerá en la tradición cristiana no serán sólo las estrictas afirmaciones atribuidas a Jesús y los estímulos al celibato que Pablo ordena a los creyentes en 1 Corintios, sino las versiones de estas austeras enseñanzas modificadas para adaptarse a los propósitos de las iglesias en los siglos I y II. Clemente y sus colegas establecieron también un duradero modelo doble que respaldaba el matrimonio, aunque concibiéndolo siempre como lo mejor después del celibato. Clemente y sus compañeros cristianos elaboraron complejos argumentos, extraídos básicamente de la Biblia hebrea y de las epístolas deuteropaulinas, con el fin de demostrar que el matrimonio para los cristianos, así como para los judíos, es un hecho positivo que supone «cooperación con la obra creadora de Dios». Sin embargo, Clemente sólo pudo honrar este principio, retrocediendo al consenso general que había impugnado a Jesús. Clemente, influido sin duda por los filósofos estoicos, que coincidían con él en lo esencial, insistió en que el matrimonio encuentra su único propósito legítimo —y la relación sexual su única razón de ser— en la procreación. Así, incluso Clemente, el más liberal de los padres de la Iglesia y uno de los que con más vehemencia defiende la bendición de Dios al matrimonio y a la procreación, manifiesta una profunda ambivalencia hacia la sexualidad, una ambivalencia que ha repercutido en la historia cristiana durante dos milenios.