jueves, 24 de noviembre de 2011

El Pablo Domesticado - I

Por Elaine Pagels

Los relatos populares sobre los apóstoles describen de manera gráfica cómo algunos de los primeros predicadores cristianos, al tratar de persuadir a los hombres y a las mujeres de «redimir el pecado de Adán y Eva» eligiendo el celibato, alteraron el orden tradicional de la familia, la aldea y la ciudad, alentando a los creyentes a que rechazasen la vida ordinaria de familia por amor a Cristo.

Pero muchos otros cristianos protestaron enérgicamente. Afirmaban que semejante ascetismo radical no era el principal sentido del evangelio de Jesús, y simplemente ignoraron las implicaciones más radicales de las enseñanzas de Jesús y Pablo. Un cristiano anónimo que vivió una generación después de Pablo escribió a un amigo pagano que lejos de rechazar el matrimonio y la procreación, «los cristianos se casan, como todo el mundo; engendran niños; pero no destruyen fetos». Su coetáneo, el maestro cristiano Bernabé, un converso del judaísmo, considera que los cristianos que siguen la «vía de la luz» actúan como los judíos piadosos, absteniéndose sólo de las prácticas sexuales que faltan al matrimonio o frustran el cumplimiento de la procreación legítima. Clemente de Alejandría, un liberal, urbano y sofisticado maestro cristiano que vivió en Egipto más de cien años antes que Pablo (c. 180 d.C), denunció a los célibes y a los mendigos: «Quienes dicen estar "imitando al Señor" que nunca se casó, ni tuvo bienes en el mundo, y quienes se jactan de conocer el evangelio mejor que nadie». Para Clemente, estos extremistas son arrogantes, estúpidos y están equivocados.

Pero ¿cómo podían cristianos como Bernabé o Clemente, que pretendían un mensaje más moderado, enfrentarse a ciertas frases muy conocidas de Jesús, como por ejemplo su categórico rechazo del divorcio o su declaración de que «si alguno viene a mí y no aborrece a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas, y aun a su propia vida, no puede ser mi discípulo» (Lucas 14:26). El impacto de tales frases debió haber limitado el movimiento cristiano a sólo los más fervientes conversos. Sin embargo, en las dos generaciones posteriores a la muerte de Jesús, algunos de sus seguidores se atrevieron a cambiar las palabras de afirmaciones tan extremas e insertaron frases que las modificaban. El autor del evangelio de Mateo, por ejemplo, al encontrar la prohibición de divorcio demasiado severa, añadió una frase que tolera con claridad el divorcio en el caso de infidelidad de la esposa: «por inmoralidad», una excepción crucial que sitúa a Jesús junto al maestro Shammai. De este modo, y según Mateo, Jesús dice: «Quien repudie a su mujer —no por fornicación— y se case con otra, comete adulterio» (Mateo 19:9). Y Mateo dulcifica lo que, según Lucas, Jesús había dicho acerca de odiar a la propia familia. Mateo rehace la declaración de modo que Jesús dice «El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí» (Mateo 10:37).

El autor del evangelio de Mateo no sólo cambia algunas palabras e inserta frases, sino que llega a yuxtaponer deliberadamente a las frases más radicales de Jesús otras más moderadas sobre el mismo tema. Por ejemplo, según Mateo, Jesús concluye su sonoro rechazo del divorcio («lo que Dios unió no lo separe el hombre») con otra frase que tolera el divorcio («quien repudie a su mujer —no por fornicación— y se case con otra, comete adulterio») (Mateo 19:9). Sólo unos cuantos versículos después, Mateo yuxtapone la promesa de Jesús de grandes recompensas a «todo aquel que haya dejado casas, hermanos, hermanas, padre, madre, hijos o hacienda por mi nombre» (Mateo 19:29), con la reafirmación de Jesús del mandamiento tradicional «honra a tu padre y a tu madre» (Mateo 19:19). Así, Mateo, obviamente consciente de tales discrepancias, y quizás molesto por ellas, distingue implícitamente dos tipos de afirmaciones, y también dos niveles de discípulos. Mateo da la impresión al lector de que el mensaje de Jesús y el movimiento cristiano que inspiró no necesitan plantear exigencias extremas a todos los creyentes, sino sólo a los héroes espirituales voluntarios, aquellos que desean seguir el mandamiento de Jesús: «vosotros, pues, sed perfectos» (Mateo 5:48). Pero los seguidores de Jesús que deseen quedarse en casa con sus esposas e hijos y continuar manteniendo a sus ancianos padres, según Mateo, pueden continuar entregados a la vida de familia y seguir ocupando su lugar en la comunidad cristiana.

Ciertos seguidores de Pablo, que pretendían hacer el mensaje de éste igual de accesible, al encontrar algunas declaraciones de su primera epístola a los Corintios, por ejemplo, demasiado extremas, decidieron que no podía querer decir lo que allí decía, y ni mucho menos lo que los fervientes cristianos ascéticos entendían que significaba. Así, algunos de los seguidores de Pablo redactaron en nombre del propio Pablo epístolas que ellos mismos idearon para corregir lo que consideraban peligrosas interpretaciones erróneas de las enseñanzas de Pablo. Una generación o dos más tarde, algunos de estos admiradores anónimos de Pablo falsificaron epístolas, aderezándolas con detalles personales de la vida de Pablo y saludos a sus amigos, con la esperanza de que parecieran auténticas. Mucha gente —entonces y ahora— han supuesto que estas cartas son verdaderas, y cinco de ellas fueron incorporadas al Nuevo Testamento como «epístolas de Pablo». Incluso hoy, los eruditos discuten cuáles son auténticas y cuáles no. Sin embargo, muchos estudiosos afirman que Pablo escribió en realidad sólo ocho de las trece epístolas «paulinas» incluidas ahora en la colección del Nuevo Testamento: a los Romanos, 1 y 2 a los Corintios, a los Gálatas, a los Filipenses, 1 a los Tesalonicenses y a Filemón. Casi todos los eruditos coinciden en que Pablo no escribió 1 y 2 a Timoteo ni a Tito —epístolas escritas en un estilo distinto al de Pablo y que reflejan situaciones y puntos de vista muy diferentes a los de las otras epístolas. El debate continúa sobre la autoría de las epístolas a los Efesios, a los Colosenses y la 2 a los Tesalonicenses, pero la mayoría de los eruditos incluyen también éstas entre las epístolas «deuteropaulinas», literalmente, de un segundo Pablo.

Aunque las epístolas deuteropaulinas son muy distintas unas de otras, todas coinciden en los asuntos prácticos. Todas rechazan las ideas de Pablo más radicalmente ascéticas para presentar en su lugar a un «Pablo domesticado», una versión de Pablo que, lejos de instar a sus compañeros cristianos al celibato, confirma sólo una versión más estricta de las actitudes judías tradicionales hacia el matrimonio y la familia. Al igual que Mateo yuxtapone a las enseñanzas más radicales de Jesús versiones modificadas de ellas, así la colección del Nuevo Testamento yuxtapone las auténticas epístolas de Pablo a las deuteropaulinas, ofreciendo una versión de Pablo que ablanda al predicador radical hasta convertirlo en un santo patrón de la vida doméstica.

El autor anónimo de 1 Timoteo, por ejemplo, hace que «Pablo» ataque por diabólicos a los «embaucadores... que prohíben el matrimonio y el uso de alimentos que Dios creó» (1 Timoteo 4:1-3), dirigiéndose presumiblemente a los predicadores del ascetismo, que describen a Pablo como uno de ellos, o mejor dicho, como a su modelo. Denunciando las caracterizaciones de Pablo que aparecen en obras tales como los Hechos de Pablo y Tecla, el autor de 2 Timoteo casi se pone de parte de la madre de Tecla, aconsejando a la gente que evite aquellos que «se introducen en las casas y conquistan a mujerzuelas cargadas de pecados y agitadas por toda clase de pasiones, que siempre están aprendiendo y no son capaces de llegar al pleno conocimiento de la verdad» (2 Timoteo 3:6-7.)

El Pablo conservador de Timoteo contradice abiertamente el consejo que Pablo da en 1 Corintios, donde insta a las vírgenes y a las viudas a permanecer solteras. Según 1 Timoteo, Pablo, preocupado porque la presencia de mujeres solteras entre los cristianos pudiera levantar sospechas y murmuraciones escandalosas, declara «Quiero pues que las jóvenes se casen, que tengan hijos y que gobiernen la propia casa y no den al adversario ningún motivo de hablar mal» (1 Timoteo 5:14). Desechando la disciplina ascética como meros «ejercicios corporales» (1 Timoteo 4:8), poco provechosa para ejercitar la piedad, este «Pablo» advierte a sus lectores de que «rechaza, en cambio, las fábulas profanas y los cuentos de viejas» (1 Timoteo 4:7).

Como Dennis MacDonald ha demostrado de modo convincente, el autor de 1 Timoteo está denunciando, con toda probabilidad, historias semejantes a las de Tecla y Migdonia, que circulaban desde hacía generaciones, quizás sobre todo entre las narradoras. Desafiando a aquellos que como la propia Tecla pretendían que las mujeres tenían derecho a enseñar y a bautizar, el autor de 1 Timoteo recuerda el pecado de Eva y los mandamientos que las mujeres deben aprender:
en silencio, con toda sumisión. No permito que la mujer enseñe ni que domine al hombre. Que se mantenga en silencio. Porque Adán fue formado primero y Eva en segundo lugar. Y el engañado no fue Adán, sino la mujer que, seducida, incurrió en la transgresión. Con todo, se salvará por su maternidad mientras persevere con modestia en la fe, en la caridad y en la santidad. (1 Timoteo 2:11-15.)
Entendida de este modo —como todavía la entienden la mayoría de las iglesias cristianas—, la historia de Eva prueba a un mismo tiempo la natural debilidad y credulidad de las mujeres, y define su papel actual. Castigadas por los que recuerdan el pecado de Eva, privadas de toda autoridad, las mujeres deben someterse en silencio a sus maridos, y agradecer que también ellas puedan salvarse, demostrando su adhesión a los roles domésticos tradicionales. El «Pablo» de 1 Timoteo llega incluso a juzgar las habilidades de liderazgo de los hombres sobre la base de sus roles domésticos como patriarcas de la familia: «Es, pues, necesario que el epíscopo sea irreprensible, casado una sola vez... que gobierne bien su propia casa y mantenga sumisos a sus hijos con toda dignidad; pues si alguno no es capaz de gobernar su propia casa, ¿cómo podrá cuidar de la Iglesia de Dios?». (1 Timoteo 3:2-5).

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