martes, 15 de octubre de 2013

Acerca de la Vida después de la Muerte - III

Carl G. Jung

Ciertamente la muerte es una terrible brutalidad —no hay que dejarse engañar acerca de esto— no sólo como acontecimiento físico, sino mucho más aún como psíquico: un hombre es destrozado y lo que permanece es el glacial silencio de la muerte. Ya no existe más esperanza de relación alguna, pues todos los accesos se han roto. Hombres a los que se desearía una larga vida desaparecen a mitad de su vida y hombres inútiles alcanzan una avanzada edad. Esto es una cruel realidad que no debe paliarse. La brutalidad y arbitrariedad de la muerte puede amargar a los hombres hasta el punto de que concluyan que no existe Dios misericordioso alguno, ni justicia ni bondad.

Sin embargo, bajo otro punto de vista, la muerte aparece como un suceso alegre. Sub specie aeternitatis es una boda, un Misterium Coniunctionis. El alma alcanza, por así decirlo, la mitad que le falta, alcanza su plenitud. En los sarcófagos griegos se representaba el elemento alegre por medio de bailarinas, en las tumbas etruscas por medio de banquetes. Cuando murió el piadoso cabalista Rabbi Simón Ben Jochai, sus amigos dijeron que celebraba bodas. Todavía hoy existe cierta costumbre en algunos lugares de celebrar en el día de los difuntos un picnic en los cementerios. Todo esto expresa la sensación de que la muerte es en realidad una fiesta alegre.

Ya un par de meses antes de la muerte de mi madre, en septiembre de 1922, tuve un sueño que se refería a esto. Se trataba de mi padre y me impresionó mucho. Desde su muerte, es decir, desde 1896, no había soñado más con él. Ahora aparecía nuevamente en un sueño, como si regresara de un largo viaje. Parecía rejuvenecido y no paternalmente autoritario. Fui con él a mi biblioteca y me alegré enormemente de saber cómo le había ido. Especialmente me alegré de presentarle a mi mujer y mis hijos, de mostrarle mi casa y explicarle todo cuanto había hecho en este tiempo y lo que había llegado a ser. Quería informarle también del libro de los tipos, que había escrito de joven. Pero vi inmediatamente que todo esto no era posible, pues mi padre parecía preocupado. Evidentemente quería algo de mí. Me di cuenta claramente de ello y yo mismo me contuve. Entonces me dijo que deseaba consultarme, puesto que yo era psicólogo, y concretamente acerca de psicología matrimonial. Me dispuse a darle una larga explicación acerca de las complicaciones del matrimonio y entonces me desperté. No podía comprender bien el sueño, pues no se me ocurría qué relación podía tener con la muerte de mi madre. Esto sólo lo vi claro cuando ella murió repentinamente en enero de 1923.

El matrimonio de mis padres no fue un convenio feliz, sino una prueba de paciencia lastrada por muchas dificultades. Ambos cometieron los errores típicos de muchos matrimonios. Por mi sueño hubiera podido prever la muerte de mi madre: después de una ausencia de veintiséis años se presentaba mi padre en el sueño en casa del psicólogo en busca de ideas y conocimientos acerca de los problemas matrimoniales, pues había llegado el tiempo para él de volver a plantearse el problema. En su estado intemporal no había adquirido mejores opiniones y debía por ello dirigirse a los vivientes, que bajo circunstancias distintas podían haber obtenido algunos nuevos puntos de vista.

Así habla el sueño. Indudablemente, hubiera podido conseguir todavía mucho más penetrando en su sentido subjetivo. ¿Pero por qué le soñé precisamente a él antes de la muerte de mi madre, de la que no tenía idea alguna? Se ajusta claramente a mi padre, con quien me unía una simpatía que se acrecentó con los años. Dado que el inconsciente tiene mejores fuentes de información a causa de su espacio-tiempo-relatividad que la conciencia, la cual sólo dispone de las percepciones sensoriales, somos instruidos en relación con nuestro mito de la vida después de la muerte, acerca de los escasos datos del sueño y de manifestaciones espontáneas semejantes del inconsciente. Naturalmente, tal como hemos dicho, no se puede atribuir a estas indicaciones el valor de conocimientos o de pruebas. Pero pueden, sin embargo, servir como fundamento adecuado a las amplificaciones míticas; constituyen para el entendimiento investigador aquella zona de posibilidades que resultan imprescindibles para su actividad. Si falta el mundo intermedio de la fantasía mítica, el espíritu está amenazado por la rigidez del doctrinalismo. Pero, a la inversa, la consideración de los principios míticos comporta también un peligro para los espíritus débiles y sugestionables: el peligro de tomar los presentimientos por conocimientos y de hipostasiar las fantasmagorías.

Las ideas y concepciones acerca de la reencarnación constituyen un mito muy difundido acerca del otro mundo. En un país en que la cultura espiritual es muy diferenciada y mucho más antigua que la nuestra, a saber, en la India, la idea de la reencarnación pasa por algo evidente, al igual que entre nosotros la idea de que Dios ha creado el mundo, o de que existe un spiritus rector. El indio culto sabe que nosotros no pensamos como él, pero esto no le inquieta. De acuerdo con la idiosincrasia espiritual del ser oriental, las consecuencias del nacimiento y de la muerte se consideran un acontecer infinito, como una rueda eterna, que sin objetivo sigue girando constantemente. Se vive, se conoce y se muere y se vuelve a empezar desde el principio. Sólo en Buda se manifiesta la idea de un objetivo, concretamente la superación del ser terrenal.

La necesidad mítica del hombre occidental requiere una imagen evolutiva del mundo con principio y fin. Rechaza tanto un fin que sólo tenga principio como la concepción de una rotación estática, eternamente encerrada en sí misma. El hombre oriental, por el contrario, parece poder tolerar la última idea. No existe ciertamente ningún consensus general respecto a la esencia del mundo, al igual que tampoco han podido hasta hoy ponerse de acuerdo los astrónomos en esta cuestión. Al hombre occidental le resulta insoportable la absurdidad de un mundo meramente estático, debe presuponer su sentido. El hombre oriental no necesita esta hipótesis, sino que la personifica. Mientras aquél quiere dar el último toque al sentido del mundo, éste se esfuerza en la realización del sentido en el hombre y aparta de sí el mundo y la existencia (Buda).

Yo daría la razón a ambos. El hombre occidental parece ser predominantemente extravertido, el oriental predominantemente introvertido. El primero proyecta el sentido y lo sospecha en los objetos; el último lo siente en sí mismo. Pero el sentido está tanto en el exterior como en el interior.

La idea del karma no debe separarse de la idea del renacer. La cuestión decisiva es si el karma es personal a un hombre o no. Si la determinación del destino, con la que un hombre entra en la vida, representa el resultado de acciones y realizaciones de la vida pasada, existe entonces una continuidad personal. En otro caso, se concibe un karma en cierto modo como un nacimiento, de suerte que se encarna nuevamente sin que subsista una continuidad personal.

Por dos veces Buda fue interrogado por sus discípulos si el karma del hombre era personal o impersonal. Ambas veces eludió la cuestión y no penetró en ella; no contribuye nada a librarse de la ilusión del ser. Buda consideró más útil que sus discípulos meditaran acerca de la cadena Nidâna, concretamente sobre el nacimiento, la vida, la vejez y la muerte, sobre la causa y efecto de los apasionantes acontecimientos. 

No conozco respuesta alguna a la cuestión de si el karma, que yo vivo, es el resultado de mi vida pasada o es quizás el patrimonio de mis antepasados, cuya herencia coincide en mí. ¿Soy una combinación de vida de los antepasados y encarno nuevamente su vida? ¿He vivido anteriormente como personalidad determinada y llegué en aquella vida tan lejos que puedo ahora intentar una solución? No lo sé. Buda dejó en pie la pregunta y quisiera suponer que no lo supo con certeza.

Podría imaginarme muy bien que viví en siglos anteriores y me vi acuciado entonces por cuestiones a las que no podía responder todavía; que debía volver a nacer porque no había cumplido la tarea encomendada. Cuando muera —así me lo imagino—, mis hechos me seguirán. Aportaré lo que haya hecho.

Sin embargo, se trata de que al término de mi vida no esté con las manos vacías. Esto también parece haberlo pensado Buda, cuando intentaba apartar a sus discípulos de especulaciones inútiles. Es la razón de ser de mi existencia el que la vida me plantee una cuestión. O a la inversa: yo mismo soy una cuestión que va dirigida al mundo, y debo aportar mi respuesta o de lo contrario me encuentro meramente referido a la respuesta del mundo. Ésta es la tarea suprapersonal de la vida, que sólo con esfuerzo realizo. Quizá representa algo que ya preocupó a mis antepasados, pero que no pudieron responder. ¿Influye quizás en mí el hecho de que el desenlace del Fausto no encierre solución alguna? ¿O se trata del problema contra el cual se estrelló Nietzsche: la vivencia dionisíaca a la que parece escapar el hombre cristiano? ¿O es el inquieto Wotan-Hermes de mis antepasados alemanes y francos, quien me plantea cuestiones acuciantes? ¿O es justa la sospecha de Richard Wilhelm de que en mi vida anterior fui un chino rebelde, que, a modo de castigo, debe descubrir su alma oriental en Europa?

Lo que yo siento como resultado de la vida de mis antepasados o como karma adquirido en la vida anterior personal, podría quizás ser igualmente un arquetipo impersonal que actualmente angustia a todo el mundo y me ha conmovido especialmente, como, por ejemplo, la evolución secular de la Tríada divina y su confrontación con el príncipe femenino, o la respuesta, siempre esperada, a la cuestión gnóstica del origen del mal, en otras palabras, la imperfección de la imagen cristiana de Dios.

Pienso también en la posibilidad de que mediante un esfuerzo individual surja en el mundo una cuestión cuya respuesta se reclame. Por ejemplo, mis preguntas y respuestas podrían ser poco satisfactorias. Bajo tales circunstancias, alguien que tuviera mi karma, es decir, quizás yo mismo, debería volver a nacer para dar una respuesta más completa. Por ello puedo imaginarme que mientras yo no vuelva a nacer, el mundo no necesita una respuesta y que dispondré de algunos centenares de años de calma hasta que nuevamente se necesite alguien que se interese por tales cuestiones, y yo pueda volver a ocuparme de esta tarea con renovado esfuerzo. Tengo la idea  de que puede iniciarse ahora cierta tranquilidad hasta que el Pensum actual esté elaborado.

La cuestión del karma me resulta oscura, como también el problema del renacer personal o de la transmigración de las almas. Liberta et vacua mente, escucho con atención la creencia india en el renacer y paso revista a mi mundo de experiencias por si en algún aspecto o en alguna cosa encuentro algo que con razón pueda indicar la reencarnación. Prescindo naturalmente de los testimonios relativamente numerosos entre nosotros sobre la creencia en la reencarnación. Una creencia no me demuestra, naturalmente, más que un fenómeno de la creencia, pero no en absoluto el contenido creído. Éste debe revelárseme en sí mismo empíricamente para poder aceptarlo. Hasta hace pocos años no me ha sido posible, pese a la atención que prestaba a estas cuestiones, descubrir nada convincente en este sentido. Pero hace poco he observado una serie de sueños que me describían en proceso de reencarnación en una personalidad muerta que me era conocida. Ciertos aspectos hacen referencia a la realidad empírica, incluso con probabilidad no del todo descartada. Sin embargo, nunca pude volver a observar algo parecido, de modo que no disponía de comparación alguna. Puesto que mi observación es única y subjetiva, es mi intención exponer su existencia, pero no sus contenidos. Debo reconocer, sin embargo, que debido a esta experiencia considero el problema de la reencarnación con otros ojos, sin estar, sin embargo, en situación de poder defender una opinión concreta al respecto.

Si aceptamos que «allí» prosigue la vida, no podemos imaginarnos otra existencia que la psíquica; pues la vida de la psique no necesita espacio ni tiempo. La existencia psíquica, particularmente las imágenes internas de las que actualmente nos ocupamos, proporcionan la materia para todas las especulaciones míticas acerca de una existencia en el otro mundo, y ésta me la imagino como un progresor en el mundo de las imágenes. Así, la psique podría ser aquella existencia en la que se encuentra el «otro mundo» o «el país de los muertos». El inconsciente y el «país de los muertos» son en ese sentido sinónimos.

Desde el punto de vista psicológico, la «vida en el otro mundo» parece como una continuación inmediata a la vida psíquica de la vejez. Al ir avanzando la edad, la contemplación, la reflexión y las imágenes internas adquieren generalmente un papel cada vez más preponderante. «Tus ancianos tendrán sueños.» Esto presupone que las almas de los ancianos no se anquilosan o petrifican: sero medicina paratur cum mala per longas convaluere moras. En la vejez, el hombre comienza a rememorar los recuerdos y a reconocerse en las imágenes internas o externas del pasado. Esto constituye una introducción o preparación a una existencia en el otro mundo, tal como, según la concepción de Platón, la filosofía constituye una preparación a la muerte.

Las imágenes internas impiden que me pierda en mi mirada retrospectiva. Hay muchos hombres ancianos que quedan presos en el recuerdo de acontecimientos externos. Quedan presos en ellos, mientras que el pasado, cuando se refleja y traduce en imágenes, significa un «reculer pour mieux sauter». Yo intento ver la línea que me ha introducido en el mundo a través de la vida y que me lleva más allá del mundo.

En general las representaciones que se hacen los hombres acerca del otro mundo están determinadas por sus deseos y sus prejuicios. En la mayoría de casos sólo se vinculan al otro mundo representaciones iluminadas. Pero esto no me aclara nada. Puedo igualmente imaginarme que después de la muerte habitaremos en una bonita pradera florida. Si en el otro mundo todo fuera bello y hermoso, debería existir una comunicación amistosa entre nosotros y los espíritus puros y bienaventurados, y del estado de prenacimiento podrían derivarse consecuencias bellas y hermosas. Sin embargo, no es así. ¿Por qué esta insalvable separación entre los hombres y los difuntos? Por lo menos la mitad de las informaciones sobre encuentros con los espíritus de los muertos hablan de experiencias angustiosas con espíritus tenebrosos y es normal que el país de los muertos comporte un silencio helado de indiferencia ante el dolor de la soledad.

Si tengo en cuenta lo que en mí me habla del otro mundo, el mundo actual me parece mucho más unitario que el «otro mundo», en el que falta por completo la naturaleza antagónica. También allí hay «naturaleza» que a su modo es Dios. El mundo al que vamos después de morir será espléndido y terrible, tal como la divinidad y la naturaleza conocida por nosotros. Tampoco puedo imaginarme que dejen de existir las desgracias. Concretamente esto era lo que experimenté en mis visiones de 1944, la liberación de la carga del cuerpo y la percepción del sentido, profundamente satisfactoria. Sin embargo, también había allí oscuridad y una extraña ausencia de calor humano.

¡Piensen en las rocas negras a las que llegué! Eran oscuras y del granito más duro. ¿Qué significa esto? Si no existiera la imperfección, un defecto original en la base de la creación, ¿cómo se explicaría el impulso creador, el anhelo por satisfacerlo? ¿Por qué les interesa a los dioses el hombre y la creación? En la prosecución de la cadena Nidána hasta el infinito. ¿De dónde si no recibió Buda su dolorosa ilusión de la existencia, su quid non y el hombre cristiano espera un pronto fin del mundo?

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