Los caminos que conducen a la realización consciente son muchos, pero ellos siguen leyes definidas. En general, el cambio comienza con el despertar de la segunda mitad de la vida. El período medio de la vida es un tiempo de enorme importancia psicológica. El niño comienza su vida psicológica dentro de límites muy estrechos, dentro del mágico círculo de la madre y su familia. Con la maduración progresiva su horizonte y su propia esfera de influencia se amplían, sus esperanzas e intenciones se dirigen a extender el alcance de su poder personal y sus posesiones, su aspiración se proyecta al mundo exterior en un rango siempre creciente, la voluntad del individuo se hace más y más idéntica a los objetivos naturales perseguidos por las motivaciones inconscientes. Así el ser humano insufla su propia vida a las cosas, hasta que finalmente ellas comienzan a vivir de sí mismas y a multiplicarse, e imperceptiblemente se ve superado por ellas.
Las madres son sobrepasadas por sus hijos, los hombres por sus propias creaciones, y lo que originalmente fue traído a la vida con grandísimo esfuerzo y trabajo no puede ser mantenido más bajo control. Primero fue la pasión, luego se convirtió en deber y finalmente en carga intolerable, un vampiro que acaba con la vida de su creador. La mitad de la vida es el momento de gran despliegue, cuando un ser humano se entrega todavía a su trabajo con toda su fuerza y su completa voluntad. Pero en este preciso momento la tarde y la segunda mitad de la vida comienzan. La pasión ahora cambia su rostro y se llama deber, “yo deseo” se transforma en el inexorable “yo debo”, y las vueltas del camino que una vez trajeron sorpresa y descubrimiento, se opacan por la costumbre. El vino ha fermentado y comienza a decantarse y aclararse. Si todo va bien, las tendencias conservadoras se desarrollan; en lugar de mirar hacia delante se mira hacia atrás, las más de las veces involuntariamente, y se comienza a hacer provisiones, a mirar cómo la vida se ha desarrollado hasta este punto.
Se buscan las motivaciones reales y se hacen reales descubrimientos. La evaluación crítica de sí mismo y de su destino permite a cada uno reconocer sus peculiaridades. Pero estas introspecciones no llegan fácilmente; se logran solo por medio de golpes de extrema severidad.
Puesto que las metas de la segunda mitad de la vida son diferentes de las de la primera, mantenerse demasiado tiempo en la actitud juvenil produce una división de la voluntad. La conciencia todavía presiona hacia delante, como obedeciendo a su propia inercia, pero el inconsciente se mantiene atrás, porque la fortaleza e interioridad necesarias para una futura expansión han sido desgastadas. Esta falta de unidad con uno mismo produce descontento, y puesto que no somos conscientes del estado real de las cosas generalmente proyectamos la razones para esta situación en nuestra pareja. Así se desarrolla una atmósfera crítica, el preludio necesario para una realización consciente.
Usualmente este estado no comienza simultáneamente en los miembros de una pareja. Ni siquiera los mejores matrimonios pueden evitar las diferencias individuales para que su estado anímico sea absolutamente idéntico. En la mayoría de los casos uno de ellos se adaptará más rápidamente al matrimonio que el otro. El que está fundamentado en una relación positiva con sus padres encontrará poca o ninguna dificultad en ajustarse a su pareja, mientras que el otro puede estar impedido por un profundo lazo inconsciente con sus padres. El completará su adaptación más tardíamente, y debido a que esta se logrará con una mayor dificultad, puede resultar más duradera.
Estas diferencias en “tempo” y el grado de desarrollo espiritual son las causas principales de una dificultad típica que aparece en momentos críticos. Si se trata del “grado de desarrollo espiritual” de una personalidad, no quiero significar una especialmente rica de naturaleza magnánima. Este no es el caso en absoluto. Quiero expresar más bien una cierta complejidad de mentalidad o naturaleza, comparable a una gema con muchas facetas como opuesta a un simple cubo. Existen naturalezas polifacéticas y más bien problemáticas, cargadas con trazos hereditarios que son muchas veces difíciles de reconciliar. La adaptación a estas naturalezas o la adaptación de ellas a naturalezas más simples es siempre un problema. Esta gente que tiene una cierta tendencia a la disociación, también generalmente tiene la capacidad de dejar de lado los trazos irreconciliables de su carácter por períodos considerables, haciéndose pasar como más simples de lo que realmente son, o puede suceder que su polifacetismo y versatilidad les dé un particular encanto. Sus parejas pueden fácilmente perderse en esta laberíntica naturaleza, al encontrar tal abundancia de experiencias posibles que sus intereses personales son absorbidos completamente en un modo no muy agradable, ya que su única ocupación consiste en seguir al otro en todas sus vueltas y cambios de carácter. Hay siempre tanta experiencia disponible alrededor de la más simple personalidad y si no está empapada realmente por ella, es absorbida por su compañero/a más complejo/a y no puede distinguir su camino. Es una situación bastante común que una mujer esté totalmente contenida, espiritualmente en su marido; y para su marido estar totalmente contenido, emocionalmente en su mujer. Se podría describir esto como el problema del contenido y el contenedor.
Quien es contenido siente que está viviendo enteramente dentro de los límites de su matrimonio, su actitud hacia su pareja matrimonial es indivisa; fuera del matrimonio no existen obligaciones esenciales ni intereses vinculantes. El lado desagradable de este compañerismo ideal es la inquietante dependencia hacia una personalidad, que nunca puede ser vista en su integridad y es por tanto dependiente y no del todo creíble. La gran ventaja reside en su propia indivisión, la misma que no puede ser desvalorizada en la economía psíquica.
El contenedor, por otro lado, quien de acuerdo con su tendencia a la disociación tiene una necesidad especial de unificarse mediante un amor indivisible hacia otro, será dejado bastante lejos en este esfuerzo, lo cual es naturalmente muy difícil para él, por su personalidad más simple. Mientras está buscando en el presente todas las sutilezas y complejidades que podrían complementar a sus propias facetas, él está perturbando la simplicidad del otro. Puesto que en circunstancias normales la simplicidad siempre tiene ventaja sobre la complejidad, él muy pronto se verá constreñido a abandonar sus esfuerzos por despertar reacciones sutiles e intrincadas en la naturaleza más simple. Y muy pronto su pareja, que de acuerdo a su naturaleza más simple espera de él respuestas simples, le dará mucho trabajo al confrontar sus complejidades con su permanente insistencia de respuestas simples. Quiéralo o no, él debe recurrir a él mismo ante las presiones de la simplicidad. Cualquier esfuerzo mental, como el mismo proceso consciente, requiere de tanta energía del hombre común, que invariablemente prefiere lo simple, aunque esto no lo lleve al encuentro con la verdad. Y cuando esto representa al menos una media verdad, entonces todo está decidido. La naturaleza simple trabaja en la más compleja como un cuarto que es demasiado pequeño y no le deja suficiente espacio. Por el contrario, la naturaleza compleja le da a la más sencilla demasiados cuartos con demasiado espacio de tal manera que nunca sabe dónde realmente pertenece. Así sucede sencillamente que el más complicado contiene al más simple. El primero no puede ser absorbido por el segundo pero lo circunda sin ser contenido. Más aún, puesto que el más complicado tiene quizás una necesidad mayor de ser contenido que el otro, se siente él mismo fuera del matrimonio y consecuentemente desempeña siempre el papel problemático. Mientras más persevera el contenido, más se siente el contenedor excluido de la relación, y mientras más el primero exige, menos capaz es el segundo de responder. El contenedor tiende a espiar fuera de la ventana, sin duda inconscientemente al principio, pero en el inicio de la edad mediana se despierta en él un insistente deseo por esa unidad e indivisibilidad que le es especialmente necesaria debido a su naturaleza disociada. En esta coyuntura hay cosas que pueden suceder que conllevan conflicto a una persona. Esta se cree consciente del hecho de que está buscando complementariedad, la satisfacción e indivisibilidad que siempre le han hecho falta. Para el contenido esto es solo la confirmación de la inseguridad que siempre ha sentido tan dolorosamente, descubre que en los cuartos que aparentemente le pertenecían, habitan otros huéspedes no deseados. La esperanza de seguridad se desvanece y este disgusto le conduce hacia sí mismo, a menos que con esfuerzos desesperados y violentos pueda tener éxito para que su pareja capitule y emita una confesión de que su deseo por la unidad no era nada más que una niñería o una enfermiza fantasía. Si estas tácticas no resultan, su aceptación del fracaso puede hacerle un real bien, forzándole a reconocer que la seguridad que estaba buscando desesperadamente en el otro tiene que encontrarla en sí mismo. En este camino se encuentra a sí mismo y descubre en su naturaleza más simple todas aquellas complejidades que el contenedor había estado buscando en vano.
Si el contenedor no sucumbe frente a lo que estamos acostumbrados llamar “infidelidad” sino que prosigue confiando en su justificación interior de su deseo de unidad, tendrá que acabar con su autodivisión mientras dure su existencia. Una disociación no se cura siendo dividido, sino por una desintegración más completa. Todas las fuerzas que posibilitan la unidad, todo sano deseo de mismidad, resistirán la desintegración, y de esta manera él llegará a tomar conciencia de la posibilidad de una integración interior, la que antes había buscado siempre fuera de sí mismo. Entonces encontrará la recompensa en un sí mismo indiviso.
Esto es lo que pasa frecuentemente alrededor del mediodía de la vida cuando esta sabia y milagrosa naturaleza humana promueve la transición que conduce de la primera a la segunda mitad de la existencia. Es la metamorfosis de un estado en el que el hombre es solo una herramienta de naturaleza instintiva a otro en el que ya no es más una herramienta, sino él mismo: una transformación de naturaleza en cultura, de instinto en espíritu.
Se debería tener mucho cuidado en no interrumpir este necesario desarrollo mediante actos de violencia moral, ya que cualquier intento de crear una actitud espiritual suprimiendo o exacerbando los instintos es una falsificación. Nada es más repulsivo que una espiritualidad furtivamente quisquillosa, que es tan insípida como la grosera sensualidad. Pero la transición toma mucho tiempo y la gran mayoría de la gente se queda en los primeros niveles. Si solo pudiéramos como los primitivos, abandonar la inconsciencia para cuidad de todo este desarrollo psicológico que supone el matrimonio, esta transformación podría ser trabajada de manera más integral sin demasiadas fricciones. Pues a menudo entre los llamados primitivos uno se encuentra con personalidades espirituales que inspiran respeto de manera inmediata, como si ellos fueran productos totalmente maduros de un destino sin perturbaciones. Hablo aquí por mi experiencia personal. ¿Pero dónde entre los europeos actuales se puede encontrar gente no deformada por actos de violencia moral? Todavía somos lo suficientemente bárbaros como para creer en el ascetismo y su opuesto.
Pero la rueda de la historia no puede retroceder, solo nosotros podemos promover una actitud que nos permitirá completar nuestro destino tan libre de obstáculos como lo desea en nosotros el libre pagano. Sólo bajo esta condición podemos estar seguros de no pervertir la espiritualidad en sensualidad y viceversa, ya que ambas deben vivir, cada una derramando vida sobre la otra.
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