C.G. Jung
Lo que voy a explicarle a ustedes del más allá y sobre la vida después de la muerte, todo son recuerdos. Son imágenes e ideas que yo he vivido y que me han inquietado. En cierto aspecto forman la base de mis obras, pues éstas en el fondo no son sino renovados intentos de dar respuesta a la interdependencia entre «este mundo» y «el otro mundo». Nunca he escrito expresis verbis sobre una vida después de la muerte, pues en tal caso hubiera tenido que justificar mis ideas y esto no se puede hacer. Ahora las expreso simplemente.
Sin embargo, no puedo hacer más que exponer historias sobre el particular —mythologein. Quizás es necesaria la proximidad de la muerte para alcanzar la libertad necesaria para ello. Yo no deseo ni dejo de desear que tengamos una vida después de la muerte y tampoco es mi intención fomentar ideas de tal carácter; pero debo hacer constar, para dejar que hable la realidad, que, sin quererlo yo, ni desearlo, me invaden ideas de este tipo. Yo no sé si son verdaderas o falsas, pero sé que existen y que pueden manifestarse, a no ser que yo las reprima en virtud de ciertos prejuicios. Pero cierta prevención traba y daña el fenómeno total de la vida psíquica, que conozco muy poco para poder corregir por medio de un conocimiento mejor.
Recientemente la razón crítica ha hecho desaparecer, junto con muchas otras concepciones míticas, la idea de la vida postmortal. Esto resultó posible porque actualmente los hombres casi siempre se identifican exclusivamente con su conciencia y se imaginan ser únicamente lo que de sí mismos saben. Todo el que tenga una idea de psicología puede darse cuenta de lo restringido que es este saber. Racionalismo y doctrinarismo son las enfermedades de nuestra época; ellas pretenden saberlo todo. Pero se descubrirán muchas cosas que hoy definimos como imposibles a causa de nuestro limitado punto de vista. Nuestros conceptos de espacio y tiempo tienen una validez sólo aproximativa y dejan abierto un amplio campo de discordancias y absolutas.
Teniendo en cuenta tales posibilidades presto atención a los extraordinarios mitos del alma y observo los sucesos que me ocurren, indiferente a si concuerdan con mis premisas teóricas o no.
Desgraciadamente el aspecto mítico del hombre se manifiesta en la actualidad muy esporádicamente. El hombre actual ya no es capaz de crear fábulas. Por ello se le escapan muchas cosas, pues es importante y saludable hablar también de las cosas inaccesibles. Esto es como una bella historia de espectros, que se cuenta cuando se está sentado ante el fuego de la chimenea, fumando una pipa.
Lo que significan «en realidad» los mitos o historias de una vida después de la muerte, o qué clase de realidad está detrás de ellos, ciertamente no lo sabemos. No podemos decidir si todavía poseen alguna validez por encima de su valor de proyecciones antropomorfas. Más bien debemos comprender que no existe posibilidad alguna de conseguir certeza acerca de cosas que sobrepasan a nuestro entendimiento.
Nosotros no podemos imaginarnos en absoluto otro mundo en circunstancias totalmente distintas, ya que vivimos en un mundo determinado a través del cual nuestro espíritu y nuestras condiciones psíquicas son conformadas y configuradas. Estamos estrechamente limitados por nuestra constitución innata y por ello estamos vinculados a este mundo nuestro con nuestro ser y existencia. El hombre mítico pretende, sin embargo, un «traspasar los límites», pero el hombre científicamente responsable no puede admitirlo. Para el entendimiento, el mythologein es una especulación estéril, sin embargo, para el espíritu significa una saludable actividad vital; presta a la existencia un brillo que no se quisiera perder. No existe, además, motivo suficiente alguno que justifique su pérdida.
La parapsicología descubre una prueba científicamente válida para la vida que sigue después de la muerte en el hecho de que un muerto se manifiesta —sea como fantasma, sea por intermedio de una médium— y comunica cosas que son conocidas exclusivamente por él. Aun cuando existen casos perfectamente dignos de crédito, queda en pie la cuestión de si el fantasma o la voz se identifican con el muerto o son una proyección psíquica, y si la declaración procede realmente del muerto o quizás se origina en el saber existente en el inconsciente. Pese a todas las consideraciones razonables, que hablan en contra de la certeza en estas cuestiones, no hay que olvidar una cosa: significa mucho para la mayoría de hombres el aceptar que su vida tiene una indeterminada continuidad más allá de la actual existencia. Entonces viven más juiciosamente, les va mejor y se sienten más tranquilos. ¡Se tienen siglos, se tiene todo un tiempo inimaginable para derrochar! ¿Por qué entonces esta absurda precipitación? Naturalmente, esto no es válido para todos. Existen hombres que no experimentan necesidad alguna de inmortalidad, y para los que resulta horrible pensar que deben permanecer sentados diez mil años sobre una nube y ¡tocar el arpa! También hay, y no pocos, quienes la vida les ha tratado tan mal o que sienten tal aversión a la propia existencia, que les resulta mucho más sugestivo el fin absoluto que continuar viviendo. Pero en la mayoría de los casos es tan apremiante la cuestión de la inmortalidad, tan inmediata y también tan inextinguible que hay que arriesgarse a formarse alguna opinión acerca de ello. ¿Pero cómo es posible esto?
Mi hipótesis es que somos capaces de ello con ayuda de los datos que el inconsciente nos envía, por ejemplo, en los sueños. En la mayoría de casos nos negamos a tomar en serio las indicaciones del inconsciente porque estamos convencidos de la incontestabilidad de tal cuestión. A este razonable escepticismo opongo yo las siguientes consideraciones: cuando no podemos llegar a saber algo, deberíamos plantearlo como un problema intelectual. Yo no sé por qué razón ha surgido el universo, ni llegaré a saberlo. Así, pues, debo plantear esta cuestión como un problema científico o intelectual. Pero si se me ofrece una idea acerca de ello —por ejemplo, a través de sueños o transferencias— debo tenerla en cuenta. Debo incluso arriesgarme a formarme una idea de ello, aunque siempre siga siendo una hipótesis y sepa que no podré demostrarla.
El hombre debe poder acreditar que ha hecho lo posible para formarse una idea acerca de la vida después de la muerte, o hacerse una imagen —aunque sea a costa de reconocer su impotencia. Quien no lo hace ha perdido algo. Pues lo que se le plantea interrogativamente es patrimonio antiquísimo de la humanidad, un arquetipo, rico en vida misteriosa, que desea sumarse al nuestro para completarse. La razón nos pone límites demasiado estrechos y nos exige vivir exclusivamente lo conocido —e incluso esto con limitaciones— en un lugar conocido, ¡como si se conociera la auténtica dimensión de la vida! En realidad trascendemos día a día más allá de las delimitaciones de nuestra conciencia; sin nuestro conocimiento lo inconsciente vive en nosotros. Cuanto más prevalece la razón crítica, más pobre deviene la vida; pero cuanto más inconsciente, cuantos más mitos podamos llegar a comprender, tanta más vida es integrada. La razón sobreestimada tiene de común con el estado absoluto lo siguiente: bajo su dominio se empobrece el individuo.
Lo inconsciente nos ofrece una posibilidad al transmitirnos algo o aportarnos datos significativos. Afortunadamente es capaz de comunicarnos cosas que nosotros no podemos saber por lógica alguna. ¡Piensen ustedes en los fenómenos sincrónicos, en los sueños premonitorios y en los presentimientos!
Una vez regresaba de Bollingen a casa. Era en la época de la segunda guerra mundial. Llevaba un libro conmigo, pero no podía leer, pues en el instante en que el tren se puso en movimiento se me presentó la imagen de una persona ahogándose. Era el recuerdo de una desgracia ocurrida durante el servicio militar. En todo el viaje no pude librarme de esta imagen. Esto me inquietó y pensé: ¿Qué ha sucedido? ¿Ha sucedido alguna desgracia? En Erlenbach me apeé y fui hacia casa preocupado todavía por este recuerdo. En el jardín correteaban los niños de mi segunda hija. Vivía con su familia con nosotros, después de que, a causa de la guerra, tuvieron que regresar de París a Suiza. Todos me miraron con extrañeza y yo pregunté: «¿Qué ha pasado?» Me contaron que Adrián, entonces el hijo menor, había caído al agua en el embarcadero y como no sabía nadar, por poco se ahoga. El hermano mayor le había salvado. Esto tuvo lugar exactamente en el momento en que yo en el tren fui invadido por mis recuerdos. Así, pues, mi inconsciente me había dado una advertencia. ¿Por qué, pues, no puede también darme información sobre otras cosas?
Algo parecido experimenté ante un caso de defunción de un familiar de mi mujer. Entonces soñé que la cama de mi mujer era una profunda fosa con muros tapiados. Era una tumba y recordaba algo antiguo. Entonces oí un profundo suspiro, como cuando alguien expira. Una figura que se parecía a mi mujer se incorporó en la tumba y surcó los aires. Llevaba una túnica blanca en que había bordados extraños signos negros. Me desperté, desperté a mi mujer y miré la hora. Eran las tres de la mañana. El sueño había sido tan extraño que pensé inmediatamente en que pudiera anunciar una defunción. ¡A las siete llegó la noticia de que una prima de mi mujer había muerto a las tres de la mañana!
Con frecuencia no se trata sólo de una advertencia, sino también de una previsión. Así, tuve una vez un sueño en el cual me encontraba yo en un garden party. Divisé a mi hermana, lo que me extrañó mucho, pues había muerto hacía ya varios años. También estaba presente un amigo mío que había muerto. Los demás eran conocidos que vivían todavía. Mi hermana se encontraba en compañía de una dama muy conocida mía y ya en el sueño concluí que esta última se encontraba evidentemente amenazada de muerte. «Ya está marcada», pensé. En el sueño sabía quién era la dama y que vivía en Basilea. Apenas me desperté no pude recordar, pese a mis esfuerzos, de quién se trataba, a pesar de que en el sueño la veía aún. Repasé mentalmente a todos mis conocidos de Basilea y presté atención por si descubría quién era. ¡Nada!
Una semana más tarde recibí la noticia de la defunción de una amiga. Lo supe inmediatamente: era a ella a quien había visto yo en sueños y no había logrado recordar. Poseía un recuerdo vivo de muchas de sus peculiaridades, pues había sido durante mucho tiempo mi paciente, hasta el año anterior a su muerte. Sin embargo, cuando había intentado recordar todos mis conocidos de Basilea no caí en ella, pese a que con toda probabilidad hubiera debido ser una de las primeras que recordase.
Cuando se tienen experiencias de este tipo se toma un cierto respeto por las posibilidades y aptitudes del inconsciente. Sin embargo hay que ser siempre crítico y saber que tales «comunicaciones» pueden tener siempre un sentido subjetivo. Pueden coincidir con la realidad o no. Pero he experimentado que las concepciones que pude obtener con motivo de tales indicaciones del inconsciente han arrojado luz y comprensión en el terreno de los presentimientos. Naturalmente no escribiré ningún libro sobre revelaciones, sino que reconoceré que tengo un «mito» que me interesa y que me induce a plantear cuestiones. Los mitos son las formas más primitivas de la ciencia. Cuando hablo de lo que sucede después de la muerte, hablo con agitación interna y no puedo hacer sino contar sueños y mitos.
Naturalmente puede objetarse previamente que mitos y sueños acerca de la continuidad de la vida después de la muerte no son sino fantasías compensatorias, que residen en nuestra naturaleza: toda vida quiere eternidad. Contra ello no tengo más argumento que los mismos mitos. Por encima de ellos existen indicaciones de que por lo menos una parte de la psique no se encuentra sometida a las leyes del espacio y del tiempo. La prueba científica acerca de ello la aportaron los conocidos experimentos de Rhine. Junto a incontables casos de presentimientos espontáneos, las percepciones fuera del espacio y otros casos de este tipo, de las cuales ya les he contado algunos ejemplos de mi vida, demuestran que la psique en ocasiones funciona más allá de la ley de la causalidad espacio-tiempo. De ello se desprende que nuestras concepciones de espacio y tiempo, y con ello la causalidad, son imperfectas. Una imagen del mundo perfecta debería, por así decirlo, ser ampliada con otra dimensión; sólo entonces podría aclararse unitariamente la totalidad de los fenómenos. Por ello los racionalistas insisten todavía hoy en que no existen experiencias parapsicológicas, pues con ello se derrumba su ideología. Si tales fenómenos se presentan en general, la imagen del mundo racionalista queda invadida, porque es imperfecta. Entonces se plantea la posibilidad de una realidad de otro tipo para urgentes problemas existentes tras los fenómenos, y debemos aceptar que nuestro mundo con espacio, tiempo y causalidad se refiere a otro orden de cosas, inferior o posterior en el cual no son esenciales los del «aquí y allí», ni los «antes y después». No veo ninguna posibilidad de discutir el que por lo menos una parte de nuestra existencia psíquica se caracteriza por una relatividad de espacio y tiempo. Al darse un reciente distanciamiento de la conciencia parece ascender a una absoluta carencia de espacio y tiempo.
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