C. G. Jung
No fueron sólo mis propios sueños, sino también a veces los de otros, los que me formaron en la creencia sobre una vida posterior a la muerte, me la hicieron revisar o me la confirmaron. Fue de especial significado para mí el sueño que tuvo una muchacha de dieciséis años, dos meses antes de su muerte: llegaba al otro mundo. Allí había un aula en la que estaban sentadas, en los primeros bancos, sus amigas muertas. Reinaba expectación general. Buscó con la mirada el maestro o encargado de la clase, pero no halló a nadie. Se le indicó que ella misma era la encargada, pues todos los muertos inmediatamente después de morir debían entregar un informe sobre todas sus experiencias de la vida. Los muertos se interesaban sobremanera por las experiencias aportadas por los fallecidos y si los sucesos decisivos eran hechos o evoluciones en la vida terrena.
En todo caso, el sueño despertaba una desacostumbrada atención que difícilmente se hallaría en la tierra. Nos interesamos apasionadamente por el resultado final psicológico de una vida humana, que en ningún caso —según nuestra postura— es digno de atención, al igual que la conclusión que de ello pueda extraerse. Sin embargo, si el «público» se encontraba en un No-tiempo relativo, en el que «transcurso», «acontecimientos», «desarrollo» se han convertido en conceptos cuestionables, casi siempre podía sentir interés justamente por lo que en su estado le faltaba.
En la época de este año, la difunta tenía miedo de su muerte y quería apartar cuanto antes esta posibilidad de su conciencia. Sin embargo es uno de los «intereses» más importantes de los hombres que envejecen el llegar a comprender esta posibilidad. Se les presenta, por así decirlo, una cuestión ineludible a la que deben responder. A este fin debería poseer un mito de la muerte, pues la «razón» no le muestra más que la oscura fosa a la que se dirige. El mito, en cambio, podría presentarles otra imagen útil e ilustrativa de la vida en el país de los muertos. Si el hombre cree en ellos, o les concede siquiera algo de crédito, tiene tanta razón como le falta, igual que aquel que no cree en ellos. Mientras que el que los niega se enfrenta con la nada, el que se obliga al arquetipo sigue las huellas de la vida hasta la muerte. Ambos están en la incertidumbre, uno en contra de sus instintos, el otro de acuerdo con ellos, lo cual significa una considerable diferencia y ventaja a favor de este último.
También las figuras del inconsciente son «informales» y necesitan del hombre, o del contacto con la conciencia para llegar a ser «saber». Cuando comencé a ocuparme del inconsciente, las figuras de Elías y Salomé desempeñaron un importante papel. Luego se situaron en segundo plano, aunque volvieron a reaparecer al cabo de unos dos años aproximadamente. Para mi mayor asombro, no habían cambiado en absoluto; hablaban y se comportaban como si entretanto no hubiera sucedido nada en absoluto. Y sin embargo en mi vida habían ocurrido más hechos trascendentes. Hube de comenzar desde el principio, por así decirlo, y exponérselo y explicárselo todo. Esto me asombró mucho entonces. Más tarde comprendí lo que había sucedido: ambos, durante aquel intermedio habían permanecido en el inconsciente y en sí mismos; se podría también decir: inmersos en la intemporalidad. Siguieron sin contacto con el Yo y sus circunstancias cambiantes y por ello «ignoraban» lo que había sucedido en el mundo de la conciencia.
Ya muy pronto tuve la experiencia de que yo debía informar a las figuras del inconsciente, o a los francamente inseparables de él, los «espíritus de los descarriados». La primera vez lo experimenté en una excursión en bicicleta por Italia que realicé en 1911 con un amigo. En nuestro regreso llegamos desde Pavía a Arona, a la parte baja del lago Mayor y pernoctamos allí. Teníamos la intención de recorrer el lago y luego, a través de Tesino seguir hasta Faido. Allí queríamos tomar el tren hasta Zurich. Pero en Arona tuve un sueño que echó por tierra nuestros planes.
En el sueño me encontré en una reunión de ilustres espíritus de los primeros siglos y tuve una sensación semejante a la que luego experimenté frente a los «presentimientos sublimes» en mi visión de 1944 y que se encuentran en la piedra negra. La conversación tenía lugar en latín. Un señor con una larga peluca me habló y me planteó una difícil pregunta de cuyo contenido no logré acordarme al despertar. Le comprendí, pero no dominaba suficientemente el idioma para responderle en latín. Esto me avergonzó profundamente, hasta el punto de que la emoción me despertó. Ya en el instante mismo de despertarme recordé el trabajo que entonces realizaba, Wandlungen und Symbole der Libido y tuve tal sentimiento de inferioridad por la pregunta no contestada que tomé inmediatamente el tren hacia casa para dedicarme a este trabajo. Me hubiera resultado imposible proseguir la excursión en bicicleta y sacrificar a ella todavía tres días. Debía trabajar para hallar la respuesta. Sólo posteriormente comprendí el sueño y mi reacción: el señor de la peluca era una especie de «espíritu o antepasado muerto» que me había planteado su pregunta ¡y yo no supe dar respuesta! Entonces era todavía demasiado pronto, hasta aquí aún no había llegado; pero tuve una vaga sospecha de que a través del trabajo en mi libro respondería a la pregunta. Me había sido planteada en cierto modo por mis antecesores espirituales con la esperanza de que entonces oirían lo que en su época no pudieron experimentar; debía situarse en los siglos siguientes. Si la pregunta y su respuesta hubieran existido en la eternidad desde siempre, no hubiera habido necesidad de esfuerzo y lo hubieran podido descubrir en cualquier otro siglo.
Parece existir en la naturaleza un saber ilimitado que sólo puede ser captado por la conciencia bajo circunstancias de tiempo favorables. Sucede, probablemente, como en el alma del individuo: tiene durante muchos años un presentimiento en sí, pero sólo lo conoce verdaderamente en cierto momento posterior.
Cuando posteriormente escribí los Septem Sermones ad Mortuos fueron nuevamente los muertos los que me plantearon preguntas decisivas. Regresaban —así se dice— de Jerusalén, porque allí no hallaron lo que buscaban. Esto me extraño mucho entonces; pues, según opinión tradicional, son precisamente los muertos los que tienen el mayor saber. Se cree que saben mucho más que nosotros, porque el dogma cristiano admite que «en la gloria» miraremos la verdad «a la cara». Sin embargo, posiblemente las almas de los muertos no «saben» sino lo que sabían en el momento de su muerte y nada más. De ahí sus esfuerzos por penetrar en la vida para participar en el saber de los hombres. Frecuentemente tengo la sensación de que nos rondan y esperan saber la respuesta que les daremos de los vivientes, es decir, de aquellos que les sobreviven y viven en un mundo continuamente cambiante y recibir respuestas a sus preguntas. Los muertos preguntan como si no dispusieran de la sabiduría total o de la conciencia absoluta, como si tan sólo pudieran penetrar en el alma corporal de los vivientes. El espíritu de los vivientes parece tener por lo menos una ventaja respecto al de los muertos, concretamente la capacidad de lograr conocimientos claros y decisivos. El mundo tridimensional en el tiempo y en el espacio me parece como un sistema de coordenadas: se separa en ordenadas y abscisas lo que «allí», en la intemporalidad e inespacialidad, puede mostrarse quizás como una prefiguración con muchas facetas, quizás como una difusa nube de conocimientos acerca de un arquetipo. Se requiere, sin embargo, un sistema de coordenadas para posibilitar la diferenciación de diversos contenidos. Una operación de esta naturaleza nos parece inconcebible en el estado de omnisciencia difusa o en el de una conciencia sin sujeto y sin localización espacio-tiempo. El conocimiento presupone, como la procreación, una oposición, un aquí y allí, un arriba y abajo, un antes y un después.
Si existe una existencia consciente después de la muerte, debe transcurrir, me parece, en el sentido de la conciencia de la humanidad que tiene siempre una delimitación superior, pero movible. Hay muchos hombres que en el instante de su muerte no sólo se quedan por debajo de sus propias posibilidades, sino principalmente detrás de lo que ha sido comprendido por otros hombres de su época. De ahí su penetración a alcanzar en la muerte la parte consciente que no consiguieron en vida. He llegado a esta opinión por la observación de sueños sobre muertos. Así, por ejemplo, soñé una vez que visitaba a un amigo que había muerto unos catorce días antes. En su vida no había tenido más que ideología convencional, y permaneció en esta postura irreflexiva. Su vivienda se hallaba en una colina, semejante a la colina de Tülling, junto a Basilea. Allí había un viejo castillo, cuyas murallas rodeaban una plaza con una pequeña iglesia y algunos pequeños edificios. Me recordaba la plaza del castillo de Rapperswil. Era en otoño. Las hojas de los viejos árboles tenían un color dorado y tibios rayos de sol iluminaban el cuadro. Allí estaba sentado frente a una mesa mi amigo con su hija, que había estudiado psicología en Zúrich. Yo sabía que ella le explicaba algunas nociones de psicología. Él estaba tan fascinado por lo que ella le decía que me saludó sólo con un ligero movimiento de mano, como si quisiera hacerme comprender: «¡No me molestes!» El saludo era a la vez una negación. El sueño me decía que ahora él debía realizar la realidad de su existencia psíquica, de un modo y manera naturalmente ignorados por mí; debía hacer lo que nunca había sido capaz de hacer en vida. Posteriormente, al recordar el sueño, me vinieron a la mente las palabras: «Santos anacoretas esparcidos por las montañas...» Los anacoretas en la escena final de la segunda parte de Fausto son como una representación de los diversos grados de evolución que se complementan y elevan recíprocamente.
Otra experiencia sobre la evolución del alma después de la muerte la tuve cuando —aproximadamente un año después de la muerte de mi esposa— me desperté de pronto una noche y supe que había estado en su casa, al sur de Francia, en la Provenza y había pasado todo el día con ella. Ella realizaba allí estudios sobre el Santo Grial. Esto me pareció significativo, pues ella había muerto sin haber terminado el trabajo sobre este tema.
La explicación al nivel subjetivo —mi ánima no había terminado todavía el trabajo emprendido por ella— no me dice nada, pues sé que aún no lo he terminado; en cambio, la idea de que mi mujer después de muerta trabajaba todavía en su ulterior evolución espiritual, lo que siempre es dable imaginar, me pareció razonable, y por ello el sueño fue algo tranquilizador para mí. Representaciones de este tipo son naturalmente incorrectas y dan una imagen insuficiente, como un cuerpo proyectado en una superficie o como, a la inversa, la construcción de una figura tetradimensional a partir de un cuerpo. Parten de la definición de un mundo tridimensional, para tratar de explicárselo a ellos mismos, al igual que las matemáticas no escatiman esfuerzos para crear una expresión de relaciones que superen todo empirismo, también es propio de una fantasía disciplinada proyectar imágenes de lo inapreciable según principios lógicos y basándose en datos empíricos, como, por ejemplo, lo manifestado en los sueños. El método empleado para ello es el de «expresión necesaria», como le he llamado. Representa el principio de la amplificación en el significado de los sueños, pero puede fácilmente demostrarse enunciando todos los números sencillos.
El uno es como primer numeral, una unidad. Pero es también «la unidad», el uno, el Uno-todo, el único él sin dos, no un numeral sino una idea filosófica, o un arquetipo y atributo de Dios, el monos. Es correcto que el entendimiento humano haga tales declaraciones, pero se encuentra determinado y vinculado por la representación del Uno y sus implicaciones. No se trata, en otras palabras, de manifestaciones arbitrarias, sino que se encuentran determinadas por la naturaleza del Uno y son por ello necesarias.
La misma operación lógica podría realizarse teóricamente en todas las demás representaciones numéricas, pero pronto llega su fin a causa de la creciente cantidad de complicaciones que se hace interminable. Cada unidad posterior aporta nuevas propiedades y modificaciones. Así, por ejemplo, es una propiedad del número cuatro el que puedan solucionarse todavía las ecuaciones de cuarto grado, pero no, en cambio, las de quinto grado. Es, pues, una «expresión necesaria» del número cuatro que constituye el punto culminante y a la vez el fin de un aumento precedente. Así, con las unidades posteriores se plantea una o varias nuevas propiedades de naturaleza matemática, que complican hasta tal punto la expresión que no pueden ya ser formuladas.
La serie infinita de los números corresponde al número infinito de criaturas individuales. Se compone igualmente de individuos, y ya las propiedades de sus diez miembros iniciales representan —si es que algo representan— una cosmogonía abstracta del monos. Pero las propiedades de los números son a la vez propiedades de la materia, por ello ciertas ecuaciones son capaces de predecir el comportamiento de la materia. Por ello, quisiera atribuir también a otras expresiones matemáticas de nuestro entendimiento la posibilidad de señalar realidades de tipo inaprensible. Me refiero, por ejemplo, a las creaciones de la fantasía que disfrutan del consensus omnium o que por la gran fantasía de sus apariciones son excelentes, y a los motivos arquetípicos. Hay ecuaciones matemáticas de las que se ignoran a qué realidad física corresponden; igualmente existen realidades míticas y en principio no sabemos a qué realidad psíquica se refieren. Así, por ejemplo, se han planteado ecuaciones que determinan la turbulencia de los gases al calentarlos, antes de que ello se hubiera investigado exactamente; desde hace mucho tiempo existen mitologemas que expresan el transcurso de ciertos procesos decrecientes que sólo actualmente podemos reconocer como tales.
El grado de conciencia que se alcanza constituye, me parece, el límite superior en conocimiento al cual también los muertos pueden llegar. Es por ello que la vida terrena tiene tanta importancia y es tan decisivo lo que un hombre «transmite» en el momento de la muerte. Sólo aquí, en la vida terrena, donde los extremos se tocan, puede elevarse la conciencia general. Esto parece ser la misión metafísica del hombre, que sin embargo sólo puede cumplir parcialmente sin mythologein. El mito es el grado de transición inevitable e imprescindible entre el inconsciente y el conocimiento consciente. Se afirma que el inconsciente sabe más que la conciencia, pero es un saber de tipo esencial, un saber en la eternidad, casi siempre sin relación al Aquí y Ahora, al margen de nuestro lenguaje racional. Sólo cuando le damos oportunidad de expresarse, amplificarse, tal como se mostró anteriormente con el ejemplo de los números, penetra en el reino de nuestro entendimiento y se nos hace perceptible un nuevo aspecto. Este proceso se repite de modo convincente en cada análisis de un sueño que realizamos. Por ello es tan importante no tener opiniones preestablecidas doctrinariamente sobre la expresión de los sueños. Tan pronto como se presenta una «monotonía del significado» se sabe que la interpretación se ha vuelto doctrinaria y por ello infructuosa.
Aunque no sea posible aportar una prueba válida sobre la vida del alma después de la muerte, existen, sin embargo, vivencias que dan que pensar. Yo las defino como signos, sin pretender ser lo suficiente osado para atribuirles el significado de conocimientos.
Una vez estaba despierto por la noche y pensaba en la repentina muerte de un amigo que había sido enterrado el día anterior. Su muerte me preocupaba mucho. De pronto tuve la sensación de que estaba en mi habitación. Me parecía como si estuviera a los pies de la cama y me pidiera que fuera con él. No tuve la sensación de una aparición, sino que se trataba de una imagen de él visual interna, que me la expliqué como una fantasía. Hube de preguntarme: ¿Tengo alguna prueba acerca de que se trata de una fantasía? Si no fuera una fantasía, mi amigo estaría aquí realmente y, en cambio, si yo le creía una fantasía, ¿no sería esto una insolencia? Sin embargo, tampoco disponía de prueba alguna de que se tratara de una aparición, es decir, de que estuviera «verdaderamente» ante mí. Entonces me dije: ¡Fuera demostraciones! En lugar de explicármelo como una fantasía podía con igual derecho aceptarlo como aparición y siquiera concederle realidad. En el instante en que pensé esto él se fue hacia la puerta y me hizo señas de seguirle. Debía, por así decirlo, cooperar. ¡Pero esto no estaba previsto! Por lo tanto, hube de repetir mi argumentación. Sólo después de ello le seguí en mi fantasía.
Me condujo fuera de la casa, al jardín, a la calle y finalmente a su casa. (En la realidad su casa estaba a una distancia de unos cien metros de la mía.) Entré y me condujo a su despacho. Se subió a un taburete y señaló el segundo de los cinco libros encuadernados en rojo que estaban en el segundo estante superior. Luego la visión desapareció. Yo no conocía su biblioteca y no sabía qué libros poseía. Además, desde abajo no había podido ver el título del libro que me señalaba.
El caso me pareció tan extraño que, a la mañana siguiente, fui a ver a la viuda de mi amigo y le pregunté si me permitía echar una ojeada a la biblioteca del difunto. Realmente bajo la estantería vista en sueños había un taburete y vi desde abajo los cinco libros encuadernados en rojo. Subí al taburete para poder leer el título. Eran traducciones de las novelas de Emile Zola; el título del segundo volumen decía: El legado de los muertos. El contenido me pareció intrascendente, pero el título guardaba una relación sumamente importante con mi vivencia.
Tuve otra vivencia, que me dio que pensar, la tuve ante la muerte de mi madre. Cuando murió, yo me encontraba en Tesino. Quedé sobrecogido por la noticia, pues su muerte llegó inesperadamente. La noche anterior a su muerte tuve un sueño terrible: me hallaba en un bosque espeso, tenebroso. Había enormes bloques de roca entre imponentes árboles, propios de la selva virgen. Era un paisaje heroico, primitivo. De repente oí un silbido estridente que parecía resonar a través del universo. Las rodillas me temblaban de espanto. Entonces se oyó un ruido en un matorral y saltó un enorme lobo con terribles fauces. Su visión me heló la sangre en las venas. Pasó ante mí como una flecha y yo supe que el cazador salvaje le había ordenado que capturase un hombre. Me desperté con espanto de muerte y al día siguiente recibí la noticia de la muerte de mi madre.
Raramente me ha impresionado tanto un sueño de este tipo, pues, considerado superficialmente, parecía significar que el demonio fue en busca de mi madre. En realidad, sin embargo, el cazador salvaje era el «cazador de los bosques» que aquella noche, en los días ventosos de enero, cazaba con sus lobos. Era Wotan, el dios de los antepasados alemanes, quien «reunía» a mi madre con sus antepasados. Sólo por los misioneros cristianos Wotan se convirtió en el diablo. En sí mismo es un dios importante —un Mercurio o Hermes, como supieron muy bien los romanos; un espíritu de la naturaleza que surgió nuevamente en la leyenda del Grial en Merlin y, como Spiritus Mercurialis, se convirtió en el arcano buscado por los alquimistas. Así, el sueño decía que el alma de mi madre había sido acogida en aquella gran relación del Mismo, a la otra parte del mundo cristiano moral, es decir, al conflicto antagónico que abarca a la totalidad de la naturaleza y el espíritu.
Marché inmediatamente a casa y cuando de noche estaba sentado en el tren experimenté una sensación de gran tristeza, pero en el interior de mi corazón no podía sentirme triste y concretamente por una extraña razón: durante todo el viaje oí continuamente música de baile, risas y charlas alegres, como si se celebraran unas bodas. Esta vivencia se encontraba en crasa oposición a la terrible impresión del sueño. Aquí se oía alegre música, risas gozosas y me resultaba imposible abandonarme a la tristeza. Constantemente la tristeza quería embargarme, pero de nuevo me sentía entre alegres melodías. Era un sentimiento de calor y alegría por una parte y espanto y tristeza, por otra, un incesante cambio de contrastes afectivos.
La oposición se explica porque la muerte en parte se representa por el punto de vista del Yo y en parte por el del alma. En el primer caso parece una catástrofe, es decir, como si poderes despiadados y malos hubieran exterminado a un hombre.